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CRÓNICA: LA SOPITA

Enrique Gutiérrez y Simón

Fotos del álbum personal e Internet

Madrid

Especial para Primicia

 

El aire era tan frío, que a Ernesto le parecían cuchillas que le cortaban la cara, cuando asomó por la pequeña puerta del avión DC -3, de dos motores de hélice y sobrante de la II Guerra mundial, que acababa de aterrizar en el minúsculo aeropuerto de Pasto, en el centro de los Andes de Colombia.

Todavía le quedaba un largo camino en taxi, hasta la frontera con Ecuador, donde está situado el Santuario de Nuestra Señora de las Lajas, que era su destino.

 El imponente templo de Las Lajas, construido en un abismo

Nariño, está situado en plenos Andes, por lo que es imposible encontrar un lugar adecuado para construir un aeropuerto. Los ingenieros «serrucharon» un monte, para hacer que la cima formara una planicie suficiente para aterrizar un avión, basándose en la probada pericia de los pilotos colombianos, que llevan muchos años aterrizando en los lugares más inverosímiles.

La Virgen de Nuestra Señora de Las Lajas

La pista, era suficiente, pero exacta, sin posibilidad de errores, que permitía aterrizar a los aviones que se usaban en esa época. Pequeños, con apenas dos motores de hélice y elementales en sus comodidades interiores. La altitud del aeropuerto y los vientos cruzados de esas enormes montañas, hace que a veces el viaje se complete sin mayores inconvenientes, pero al llegar allí, sea imposible aterrizar, y tengan que volver al punto de origen.

Ahora, los pasajeros tenían que completar su viaje por tierra. Ernesto, tenía que cruzar todo el Departamento hasta llegar casi a la frontera sur, por serpenteantes carreteras de cornisa, estrechas y bordeando abismos de cientos de metros.

Llegada de pasajeros a Pasto en los famosos DC-3

 

Había contratado con Monseñor Mejía, un antioqueño que era director del Santuario de Nuestra Señora de Las Lajas, la filmación del que resultó el primer documental en color hecho en Colombia y que lógicamente, se tituló como el Santuario: «Un milagro de Dios sobre el abismo». Se había construido en la ladera de un precipicio, una capilla y con los años se había extendido una explanada hasta el otro lado del barranco, lo que permitió convertir la capilla, en una Catedral de estilo gótico.

Monseñor Mejía, era un «paisa» campechano y cordial, que entre sus muchas cualidades contaba con una sotana mágica, según Ernesto. Allí hace siempre frío y Monseñor y todos los visitantes, andaban siempre moqueando y sacando el pañuelo a cada momento para limpiarse la nariz, pero cada vez que Monseñor sacaba el suyo de la sotana, con él salían unos arrugados billetes de banco, colombianos y ecuatorianos, que los fieles le entregaban y que él se metía en el bolsillo desordenadamente, por lo que continuamente estaban saliendo, como de un mágico cuerno de la Fortuna.

Las filmaciones que se hicieron en la época

Ernesto ya había estado allí, aprovechando pausas en la filmación de la película «Chambú» que la Productora de la que Ernesto era Director Técnico (Colombia National Films, de Medellín), estaba realizando en Pasto, en 35 mm. blanco y negro, y cuando se enviaban los rollos a revelar a Bogotá, se producían esas pausas. La filmación del documental se hizo en la película de color ANSCO, en 16 mm. que se producía en USA, pero que en realidad era la película Agfa alemana, cuya fábrica habían capturado los norteamericanos como botín de guerra. Daba un color muy suave y natural en contraste con la Kodak, con sus colores chillones, y Ernesto había conseguido, para su empresa la autorización para toda Iberoamérica, para el revelado de fotografía y cinematografía de esa marca.

Ernesto y su quipo, madrugaron ese día en Medellín, llegaron a Pasto  y  aterrizaron sin contratiempos. Recorrieron el trayecto por las polvorientas carreteras hasta Las Lajas, donde no había ni pueblo ni negocios cercanos de ningún tipo, dónde comer.

Los protagonistas de esta crónica en Las Lajas

Sí lo había, en el mismo Monasterio, donde unas monjas alemanas de edad, regentaban un albergue para peregrinos, con unas instalaciones sobrias pero suficientes y absolutamente limpias… Siempre que uno se adaptara a que el aseo matinal, consistiera en lavarse un poco en una palangana, que tenía un jarro de agua debajo, común en esa mitad del siglo XX.

Después de todos los avatares del viaje, llegó todo el equipo, cansado, hambriento y empolvado, como peregrinos de la Edad Media, y bajaron las largas escaleras hasta el Santuario, encontrando al sacristán, un joven nativo de la región con facciones indígenas. Le preguntaron por Monseñor Mejía y les dijo que estaba en el refectorio, pero que iba a avisarle de la llegada del equipo. Todos esperaron respetuosamente fuera, aguantando la brisa cortante de ese día, razonablemente luminoso.

Las fotografías de la época «foto agüita»

A los pocos minutos, salió Monseñor del refectorio, limpiándose la boca con su pañuelo y comentó: – Estaba tomando una sopita que me han dado las hermanas. Y a continuación preguntó: – Ustedes ¿Han comido?… A lo que naturalmente, le contestaron que no, pero la ocasión se prestaba más bien para una respuesta como: – ¿Dónde quiere usted que hayamos comido, si no hay lugar?

En todo caso, el siguió hablando casi sin esperar la respuesta y dijo: – Ya me suponía que no, por lo que les he dicho a las hermanas que les preparen una sopita… indicando la entrada.

En la realización del documental sobre Las Lajas

Ernesto le dio las gracias y luego murmuró a otro de los miembros del equipo: – Pues con este frío y el trabajo que tenemos por delante, vamos listos si todo lo que tenemos para comer es una sopita…

Al entrar al refectorio, lo primero que les llamó la atención fueron las imponentes mesas, hechas con gruesos tablones de roble de enorme tamaño, de ancho y largo, brillantes como si tuvieran barniz, del continuo fregar su superficie durante años. Flanqueadas a ambos lados por largos bancos de madera sin respaldo. Una vez sentados todos, aparecieron inmediatamente unas monjas de edad, sonrientes y activas como un equipo bien entrenado, que en segundos colocaron platos, cubiertos, enormes pedazos de pan que indudablemente provenían de grandes hogazas, como las que Ernesto había visto en los pueblos de España. Al momento llegó otra monja, con un gran puchero humeante y llenó hasta arriba los platos de un guiso que, el sólo olor ya alimentaba, compuesto de patatas, verduras y bien surtido de carnes, embutidos y quién sabe qué más.

Arribo a Nariño a bordo de DC-3

 

Ernesto y el resto del equipo, comieron como si fueran náufragos recién rescatados, convencidos de que esa era su comida del día, por lo demás excelente y abundante hasta para el más hambriento. Pero apenas estaban terminando de comer ese guiso, con caras sonrientes y llenas de satisfacción, como niños en un cumpleaños, apareció otra monja con una enorme bandeja en la que traía un pernil de cerdo asado al horno y rodeado de patatas redondas. Con habilidad profesional, y un gran cuchillo, empezó a cortar lonchas de asado y a repartir por los diversos platos… Y lo más asombroso es, que ofrecían a cada comensal bebidas variadas, como cerveza u otras, pero entre las que se incluía vino español, que hacían traer de España en grandes barricas, según dijeron y servían en jarras de barro, muy comunes en esa región.

Ni que decir tiene que, después sacaron diversas frutas tropicales, de las que Colombia produce en una variedad y con una calidad que, los que las hemos disfrutado allí, las añoramos todos los días en la lejanía.

Ahora, «barriga llena, corazón contento»… Pero a lo que había ido el equipo era a trabajar, no a tumbarse a hacer la siesta, que es lo que les pedía el cuerpo… Debe ser por eso que en Colombia en esas circunstancias, algunas personas dicen: «Quedé triste»

Ernesto no estaba exactamente triste, pero asombradísimo, por lo que le comentó a otro miembro del equipo en voz baja: Si esto es lo que este… cura, llama una sopita, ¿cómo llamará a un banquete?

Debe ser que por eso se acuño la frase: Bocato di cardinale…