«A veces Dios nos visita, pero no estamos en casa»
Jairo Cala Otero
Conferencista
Bucarnanga
Primicia Diario
Un padre de familia con talentos innegables en lo intelectual, pero sin puesto de trabajo, cavilaba, sentado en el sillón de su casa. Pensaba en su crítica situación: en los muchos intentos infructuosos que había hecho para ser escuchado a fin de demostrar sus capacidades, y de servirles a sus semejantes.
Acosado por las punzadas de los jugos gástricos hurgando en sus paredes estomacales, las cuales tenía vacías desde hacía muchas horas, se levantó para servirse abundante agua. Era todo lo que tenía a su alcance. Al retornar a su asiento encendió el televisor; se entretuvo un poco con un programa humorístico. Pero el hambre seguía su implacable tarea.
Pensó en salir a la calle, caminar sin rumbo con la esperanza de cruzarse con una persona conocida a la cual confiarle su hambruna, para que lo ayudase. Pero se abstuvo tan repentinamente como le había venido a su mente la idea. Oró con sentimiento, y en su oración dio gracias al Creador por tantas otras veces que había podido comprar y degustar alimentos apetitosos.
De repente, un mensaje que el animador del programa televisado pronunció, al finalizar la emisión, lo sacó de su ensimismamiento: «A veces Dios nos visita, pero no estamos en casa», dijo el locutor. El hombre reflexionó sobre esa sentencia, y la tomó para sí. Pensó que el Gran Hacedor se la enviaba a él como una campanada de alerta. Entonces, olvidándose un poco del hambre, centró su pensamiento en la esperanza y acrecentó su fe.
─«Dios acaba de enviarme ese mensaje. Es para mí─ se dijo, interiormente─. Si me voy a caminar quizás me pierda de algún prodigio por suceder».
Así que decidió abandonar su vaguedad. Y volvió a orar. Usó palabras naturales, muy suyas, como las habría usado para contarle de su calamidad a un amigo cercano.
No había pasado media hora desde que escuchó aquel mensaje por televisión, cuando alguien tocó a la puerta de su casa. Al abrir, una amiga suya y de sus hijos y esposa le sonrió. «¡Hola!», le dijo antes de entrar a la casa, sin esperar a ser invitada para seguir.
Llevaba tres bolsas grandes repletas de alimentos. Las depositó en la cocina, y salió de nuevo anunciando que iba por otros víveres que no había alcanzado a comprar. Más tarde, efectivamente, retornó cargando una caja de cartón con más productos, para surtir la vacía y mustia alacena de aquella familia.
Cuando esa alma caritativa se hubo marchado, el letrado pudo calmar el hambre copiosamente, con una deliciosa cena que preparó su esposa. Entonces afirmó más su fe:
─«En verdad Dios nos habla de repente, en momentos de abatimiento, por medio de otros seres humanos sensibles y caritativos»─ se dijo.