Las trabajadoras sexuales independientes realizan sus transacciones en oscuros callejones.
Tulio Hoyos M.
Andrea, una joven agraciada pasa noche a noche trabajando. Llega a su habitación a las siete de la mañana, luego de laborar por 10 horas prestando servicios sexuales en inmediaciones de la zona de tolerancia de Bogotá, Santa Fe, entre la Avenida Caracas y la carrera 17 y las calles 19 y 24.
El resultado de la jornada de sexo, alcohol drogas. Ochenta mil pesos, (cuando hay trabajo, muchas veces dice haberse «blanqueado») de los cuales 10 mil paga a diario por la habitación. 15 mil pesos a una vecina que cuida a su hija de tres años, mientras trabaja, 30 mil pesos en alimentos para ella y su niña. 10 mil pesos en farmacia (tapabocas, Alka Seltzer, aspirina. etc.). Cuando se enferma la niña no alcanza el dinero y tienen que acudir al gota a gota. En algunas ocasiones envía poco dinero a su madre.
¿Cómo puedo llamar a una persona que vende su cuerpo? , le pregunto.
«Llámame por mi nombre porque puta, prostituta, trabajadora sexual y todas las demás maquillan y distorsionan la realidad», me responde.
Andrea llegó de Venezuela, ante la falta de empleo en su país se vieron en la necesidad de prostituirse para poder sobrevivir. Ella cursaba el tercer año de trabajo social en la Universidad cuando se vio en la imperiosa necesidad de retirarse, por cuanto no tenía dinero ni siquiera para el transporte.
«¡Conchale! ¿qué te pasó?, porque estoy hablando contigo. La verdad llegue a Colombia después de aguantar hambre en mi país, cuando una prima me dijo que podría venir como niñera, pero nunca encontré el trabajo y el dinero empezó a escasear, un amigo me llevó a un negocio en Santa Fe. El dueño me dijo que para poder trabajar tenia que tener sexo con él y tuve que aguantarme un señor gordo y maloliente, quien me puso a trabajar y tenia que darle el 50 por ciento del producido», relata Andrea una joven de 23 años que revela 30.
La vida ha sido difícil para esta chica que lleva trabajando cuatro años en la zona de tolerancia de Bogotá, donde ahora trabaja sola. Se ganó después de mucho trabajo una puerta donde se exhibe con escasa ropa y acude a una vivienda del lugar donde alquila una habitación para desarrollar sus actividades.
Me ha tocado soportar toda clase de hombres, borrachos, drogados, algunos han hecho toda clase de vejámenes, me han agredido en una ocasión de los golpes estuve una semana en el hospital donde me llevó la policía», dice en medio de lágrimas, Andrea.
Esta mujer ha superado las adversidades. En plena pandemia, mientras que la mayoría de habitantes de Bogotá se encontraban en cuarentena, ella trabajaba de forma clandestina. Uno de los dueños de un prostíbulo escogió seis mujeres entre ellas Andrea. No podían salir de la vivienda y en la misma atendían los clientes conseguidos por las redes sociales y por algunas personas que se ganan comisión por llevar a los clientes. Así permaneció encerrada por espacio de tres meses donde se duplicó el pago que debía hacer por el cuidado de su hija.
Andrea está viviendo una situación de total incertidumbre. Se ha visto obligada a pagar alguna parte del dinero producto de la prostitución a policías que la amenazan con su deportación, por no contar con los papeles en regla.
«En una ocasión que me encontraba sin dinero, me tocó atender a un agente para evitar que me llevara a la UPJ, por estar ejerciendo la prostitución sin papeles en regla», comentó la joven venezolana.
Andrea, como muchas otras trabajadoras sexuales, hasta el inicio de la pandemia ganaban lo suficiente para poder satisfacer las necesidades esenciales. El dinero en esta época donde todos resultamos afectados es escaso. Las prostitutas han tenido que bajar las tarifas para poder ganar algún dinero. Los clientes también son escasos, unos porque se cuidan de la pandemia y otros por falta de dinero.
«Conozco algunas compañeras que tuvieron que cambiar de profesión ante la falta de clientes. Algunas piden plata en la calle. Otras han ingresado a bandas de ladrones para distraer a las personas y poderlas robar», reveló.
«¿a dónde va?» , «¿a dónde vaga?’», «¿dónde estamos?», «¿dónde etamo?», son los términos que se escuchan entre las venezolanas en buen número que trabajan en las calles de Bogotá y en los sitios de lenocinio.
Esta mujer me dice que quiere salir de esa vida. «Nadie lo ayuda a uno, por el contrario buscan que se hunda más y más». Recuerda cómo su amiga y paisana Lucía, logró rehacer su vida con un cliente que se enamoró de ella. «Ojala yo pueda tener la misma suerte de mi amiga».
«Es hora de trabajar», dice y sale dejándome con la palabra en la boca.
Las calles y las puertas tienen un precio y las trabajadoras deben pagarlo para poder rebuscarse la supervivencia de ellas y en muchos casos de sus familias.