Ese engolosinamiento de la utraderecha no les ha permitido cavilar a muchos que lo que se pacta en Cuba, es el cese de la guerra. Guerra, por demás, fratricida, absurda, estúpida y profundamente recalcitrante; como son todas las malditas guerras que el «inteligente» homo sapiens ha sabido inventar. Colombia no quiere volver a la época de la motosierra donde fueron descuartizados miles de compatriotas.
Jairo Cala Otero
Primicia
Durante las negociaciones entre las FARC y el Gobierno colombiano en Cuba, se ha trillado tantísimo la palabra paz ─hasta la confunden con La Paz, Bolivia, pues la escriben con mayúsculas iniciales─ que ese engolosinamiento no les ha permitido cavilar a muchos que lo que se pacta allí es el cese de la guerra. Guerra, por demás, fratricida, absurda, estúpida y profundamente recalcitrante; como son todas las malditas guerras que el «inteligente» homo sapiens ha sabido inventar.
Desde comienzos de la humanidad el ser humano se ha trenzado en disputas y riñas sangrientas con sus semejantes. Por ese espíritu animalesco Caín sacrificó a su hermano Abel. La envidia invadió los pliegues de su corazón, oscurecido por el sentimiento que aflora en los mediocres, y decidió que sacarlo del camino era «la mejor solución». Así lo hacen hasta hoy millones de sucesores de Caín. Para ellos no hay lugar en su cerebro para contemplar la posibilidad de remediar los desencuentros y las diferencias con diálogo humanizado.
Aquel embeleco de paz que tanto se pregona no es del todo cierto. La paz no es un asunto que se logre mediante una negociación y la firma de documentos, aun si estos ofrecen brillante redacción y se ajustan a la taxativa semántica, la perfecta conjugación de verbos, las concordancias de número y género y a la buena sintaxis para entenderlos claramente. La paz es compleja, tanto que es imposible asegurar que el silenciamiento de los fusiles la hará brotar a borbollones desde cada corazón humano. ¡Utopía! Como sentimiento es, por lo tanto, impenetrable e inasible, la paz no será nunca el resultado de un acuerdo entre un Gobierno y unos alzados en armas contra el establecimiento. Eso, cuando mucho, será un pacto para cesar la cruenta guerra; para detener la orgía de sangre.
Se está hablando, entonces, mal. Y con ello, se está creando un espejismo o una ilusión. Nadie puede asegurar que tras el silenciamiento de los fusiles y las ametralladoras todos los habitantes del país amanezcan gozando de paz; y que esa «dicha» se perpetúe a merced de las firmas que los negociadores del término de la guerra estamparon sobre los documentos que soportaron los términos de sus conversaciones. Los disparos, de lado y lado, se podrán terminar; ojalá así sea. Pero la paz no regurgita por las boquillas de las armas que generaron el terror, la crueldad y el baño sanguinario contra seres humanos.
Vayamos a tres acepciones puntuales que sobre esa pequeña palabra (paz) se encuentran en el diccionario académico:
«Sosiego y buena correspondencia de unas personas con otras, especialmente en las familias, en contraposición a las disensiones, riñas y pleitos», dice la definición número cuatro. En nuestro medio, la violencia está sembrada en muchos hogares. Padres que agreden a sus hijos; hijos que golpean físicamente a sus mamás; hermanos que riñen por cualquier razón; vecinos que hieren o matan a otros por tonterías; ladronzuelos que siegan la vida a ciudadanos inermes para quitarles un teléfono celular. ¡No habría cuándo terminar la lista de actos violentos!
«Virtud que pone en el ánimo tranquilidad y sosiego, opuestos a la turbación y las pasiones», señala la definición número seis. Virtud. Eso es. Las mayorías colombianas carecen de esa virtud. Aquí todo se «arregla» a las trompadas, y, peor aún, a tiros o puñaladas. Al colectivo embrutecido no se le ha enseñado qué es la virtud de la paz, ni el sentido del respeto por el otro.
«Genio pacífico, sosegado y apacible», indica la acepción siete. Muchos son los colombianos que reposan en una tumba fría, porque un transportador agresivo e intolerante así lo quiso, en una disputa estúpida por dos mil pesos de diferencia en el valor de un servicio. Voces altisonantes se escuchan todos los días, en todas partes, para lastimar la autoestima ajena y para rebajar la dignidad humana al nivel de las malolientes alcantarillas. Hasta las mujeres olvidaron su condición de damas pues ya también mezclan vocablos soeces con el color del pintalabios antes de besar a sus seres «queridos». Hay susceptibilidad y reacción agresiva hasta por una mirada de exploración:«¡¿Qué me mira, gran $%&?!». Todos, unos y otros, tienen ¡genio de gasolina y fósforos!
A esos apartados me refiero, concretamente, con mi comentario. Porque se han dejado de lado esos aspectos, tan vitales como la decisión de no volver a usar los fusiles para que soldados y guerrilleros no se maten más por tan tonta y desabrida razón que ha imperado hasta hoy. No se ha profundizado en las causas de esa lucha intestina y ridícula, y ningún Gobierno, desde hace casi 60 años, las ha atacado de raíz; al revés, cuanto más se avanza en tiempo, más desigualdad se nota en la sociedad: los ricos son más ricos a expensas de los pobres, que son cada día más pobres; los campesinos, que producen los alimentos para la gente de las ciudades, viven míseramente y son explotados por unos pocos, y se los margina por cada Gobierno de turno; el cubrimiento de las necesidades básicas de cualquier ser humano solo está al alcance de quienes amasan riqueza, muchas veces a costa del sufrimiento y la explotación de los humildes (que ni voz tienen para protestar contra esos atropellos), entre otros aspectos. Entonces, ¿de cuál paz nos hablan?
Porque mientras exista toda esa descomposición, que hace desigual e injusto el mundo en que vivimos, apenas se podrá hablar ─si es que se logra─ del cese de la guerra entre soldados y guerrilleros. Mientras lo demás siga intacto, mientras esté vivo cada día, nadie puede pregonar que vive en paz; ni que disfruta cada día en medio de los afanes que se derivan de una pobreza extrema, del mercantilismo salvaje que «dispara» a diario contra sus clientes; nadie podrá decir que está tranquilo sabiendo que los banqueros succionan sus exiguos recursos, para lo cual cuentan con la bendición cómplice y antisocial de las autoridades. ¿De cuál paz nos hablan?
Se necesita que la mentalidad de cada colombiano dé un viraje de 180 grados para entender que la paz surge de cada corazón y del sentimiento individual; y para aceptar que en las relaciones humanas siempre habrá aristas cortantes, pero que matando al otro ellas no perderán su filo; y para admitir que para exigir respeto primero se está en la obligación inaplazable de respetar a los demás. Cuando eso se haya consolidado podremos hablar de una sociedad en paz. Mientras tanto, apenas se habrán silenciado los fusiles, y en las ciudades seguirán vigentes las «explosiones» de ira, odio, rencor, amargura, injusticia, envidia y explotación de «los de abajo» por las minorías poderosas.