«Dedicado a la memoria de la niña de 17 años, Allison Lizette Salazar, que se suicidó tras ser abusada por cuatro policías en Colombia»: Olga Gayón
Olga Gayón
Bruselas
Hasta en las guerras existe una normativa que hay que respetar. Aunque a la guerra se va a matar, hay formas y formas de hacerlo. La peor de todas ellas es cuando el soldado emplea el poder que le confiere su arma y su ejército, para vejar a las personas más vulnerables. Aprovecha su condición porque sabe que nadie lo va a juzgar por la crueldad de sus acciones.
Allá por donde caminaba esta niña de 17 años, en la ciudad de Popayán, en Colombia, aparentemente no había ninguna guerra. Los jóvenes se han tomado las calles para apoyar la protesta social sostenida por muchachos y muchachas que llevan soportando con dignidad las atrocidades que la policía y el ejército colombianos perpetran contra ellos.
Ella no hacía parte de las protestas. Grababa en su móvil una manifestación. Se había detenido por un instante mientras se dirigía a la casa de un amigo para pasar allí unas horas. Así, tranquila y naturalmente, como lo haría cualquier niña de su edad, grababa lo que hacían otros jóvenes en una concentración en la que pedían, entre muchas cosas más, el respeto de los uniformados por la vida de los manifestantes.
Los cuatro, cobijados en sus armas legales y su uniforme, envalentonados y cubiertos por el odio que saltaba de sus ojos, la acorralaron, la tiraron al piso mientras ella continuaba con su móvil encendido.
Comenzaron a quitarle la ropa sin importar las súplicas de la niña para que la dejaran marchar. Le bajaron los pantalones y la abusaron «manoseándome hasta el alma», según las propias palabras de la adolescente.
Fueron largos minutos en los que estos cuatro canallas de la policía nacional colombiana, hicieron lo que se les vino en gana con el frágil cuerpo de una joven a la que había que castigar por haber osado hacer lo que hacen todos los jóvenes del mundo; grabar una manifestación de jóvenes; nada más. Porque el cuerpo de una mujer, y también el de una niña, para los hombres de armas legales allí donde no hay democracia, y según la costumbre sanguinaria, ha de tomarse como un preciado botín de guerra.
Los monstruos con placa y permiso del presidente de Colombia para reprimir la protesta social con todas las armas legales e ilegales, al revisar la documentación de la niña víctima, se dieron cuenta de que ella era hija de un colega; sí, de un policía como ellos. No se sabe qué pasó en los minutos siguientes a ese descubrimiento…
La niña fue detenida y trasladada a la Unidad de Reacción Inmediata (URI) de Popayán. Al parecer estuvo allí desde las 21h00 hasta las 23h00 del pasado miércoles 12 de mayo. A esa hora se la entregaron a su abuela. Nada se sabe qué pasó con la niña durante la detención ni tampoco después de dejar las dependencias oficiales. Según diferentes medios, en una de sus redes sociales, la adolescente narró los abusos de los que fue víctima; lo hizo de una forma muy breve.
Pero la niña ya tenía fracturada el alma. Los abusos de los que fue víctima la dejaron completamente despedazada. No pudo recoger los trozos que quedaron desperdigados en la calle de la indignidad, en la acera de la vergüenza. Era mucho más vulnerable de lo que ella misma imaginaba. Unas horas después de haber tenido que soportar la ferocidad de estas cuatro alimañas con placa oficial, optó por el suicidio: el dolor por haber sido vejada le estalló en su vida…
El jefe local de los verdugos con uniforme estatal, ante la denuncia de este crimen, con su indigna boca, por supuesto, también le arrebató la dignidad a la niña, incluso después de muerta. Esto es una noticia «falsa, vil y ruin», se atrevió a decir. Sin quererlo, el más cercano superior de los hombres por cuya sangre únicamente corre el rencor y la bestialidad, describió exactamente lo que han hecho sus subalternos con esta pequeña de 17 años que decidió no vivir más: un acto vil y ruin, propio únicamente de seres depravados.
Colombia no está en guerra pero su presidente, ávido de sangre, le ha declarado la guerra a los jóvenes. Permite y patrocina toda clase de abusos contra la población civil. Hoy, quince días después de la primera jornada de huelga nacional, sus hombres ya han asesinado a más de 50 jóvenes y violentado sexualmente a 18 mujeres, algunas de ellas todavía niñas como la protagonista de este relato, ultrajada en una vía de Popayán hace dos noches y cuyos padres hoy tienen que despedirse de ella para siempre.
Colombia, al paso que va, si en le resto del mundo dejamos solos a los colombianos, será el cementerio de la dignidad, y el paraíso de los hombres cuyas armas y poder los ha convertido seres infames; verdaderas bestias sedientas del dolor ajeno.
Lo que impera en las fuerzas de la policía de Colombia es monstruosidad. Los policías dejan de ser humanos para convertirse en fieras sin ningún tipo de escrúpulos. Duque se ha convertido en una desvergüenza y una amenaza para el pueblo colombiano. Las cortes internacionales deben hacer justicia. Totalmente de acuerdo con lo que se expresa en esta reseña: Hasta en las guerras existe una normativa que hay que respetar. Aunque a la guerra se va a matar, hay formas y formas de hacerlo. La peor de todas ellas es cuando el soldado emplea el poder que le confiere su arma y su ejército, para vejar a las personas más vulnerables. Aprovecha su condición porque sabe que nadie lo va a juzgar por la crueldad de sus acciones.
La ficción ha superado la realidad en Colombia. Ni imaginar que en pleno siglo XXI ocurra esta dolorosa historia: Allá por donde caminaba esta niña de 17 años, en la ciudad de Popayán, en Colombia, aparentemente no había ninguna guerra. Los jóvenes se han tomado las calles para apoyar la protesta social sostenida por muchachos y muchachas que llevan soportando con dignidad las atrocidades que la policía y el ejército colombianos perpetran contra ellos.
Ella no hacía parte de las protestas. Grababa en su móvil una manifestación. Se había detenido por un instante mientras se dirigía a la casa de un amigo para pasar allí unas horas. Así, tranquila y naturalmente, como lo haría cualquier niña de su edad, grababa lo que hacían otros jóvenes en una concentración en la que pedían, entre muchas cosas más, el respeto de los uniformados por la vida de los manifestantes.
Los cuatro, cobijados en sus armas legales y su uniforme, envalentonados y cubiertos por el odio que saltaba de sus ojos, la acorralaron, la tiraron al piso mientras ella continuaba con su móvil encendido.
Para el pueblo colombiano no hay derechos humanos. El único derecho humano que es válido es el de los poderosos. Los demás no importan.
No es una pedadilla, es la realidad de Colombia.