La ausencia del olor a salitre y de los chinchorros de los barcos.
Lázaro David Najarro Pujol
Fotos del autor
Con los pies desnudos Bienca Pujol camina con ligereza cargando sobre sus hombros una atarraya. Viene desde oeste por la descarnada calle principal desafiando las piedras filosas aun mojadas por el rocío de la madrugada.
A la derecha el nuevo malecón construido tras el triunfo de la Revolución del 1ro de enero de 1959, hormigón que sirvió de parapeto de las Cuatro bocas durante la Crisis de Octubre o Crisis de los Misiles.
Con los pies descalzos, camisa y pantalón de miliciano, Bienca avanza sonriente tras terminar de remendar viejos chinchorros y copos de caprón roídos por el salitre, la lluvia y el tiempo. Le gusta estar así, con los pies descalzos para sentir el calor de la tierra y la arena.
El, capitán de un robusto barco camaronero construido con madera dura, conversa con los Chamas de Playa Bonita sobre sus exploraciones imaginarias a los océanos Pacifico y Atlántico. Con la mirada puesta en el horizonte sur cuenta historias desgarradoras sobre Gorée, en Senegal, la Casa de esclavos y La puerta del no retorno donde, otrora, subían a bordo a los esclavos que sobrevivían a la crueldad de los traficantes de negros africanos. Isla en la que lanzaban al mar a los esclavos enfermos y a quienes no querían embarcar.
Su voz incita y los muchachos, sentados sobre la arena oscura con los pies cruzados escuchaban anonadados y enmudecidos las aventuras y relatos del viejo lobo de los Jardines de la Reina.
«Isla, de casas de estilo mediterráneo, frente al Océano, donde muchos esclavos que pudieron sobrevivir llegaran a Cuba. Sitio desde donde bajo el indiscutible argumento de los látigos y las cadenas, “abordaban” los barcos negreros camino a la esclavitud.»
Detalla los acontecimientos que va narrado con increíble exactitud. Fábulas que aparecen, tal y como las relata, en libros de geografías e historia natural que jamás ha leído porque Bienca no aprendió a leer ni a escribir como mucho de los pescadores de su tripulación.
No sabe leer ni escribir, pero paradójicamente domina a la perfección la Carta de Navegación que siempre está en el puente de mando de su embarcación, un camaronero construido por maestros carpinteros de astilleros de la región.
Domina el movimiento de la luna y de las estrellas tanto como los elementos indispensables de la matemática. Aprendió a apuntar los números para llevar el control de las capturas de cada uno de las cuatro lanzas de la nocturna pesquería de camarón.
Día tras día, cuando está de descanso en tierra firme, Bienca cuenta disimiles fábulas. El pelo canoso delata su avanzada edad, aunque no mella en nada su fortaleza de viejo navegante de los océanos y el Caribe.
Los años pasan entre redes, chinchorros, jamos, copos, nasas y atarraya. Bienca se jubila y se va a vivir con su primo Mano, a no más de dos kilómetros del mar. Detrás de la vivienda de dos pisos, una laguna cenagosa y un manglar en extinción, pero su hija le quiere brindar una mejor vida en La Habana.
–Lo peor del tiempo –evoca a Evelio Estévez—no es lo quita sino lo que deja.
Llora en silencio con ropa y zapatos nuevos. Levanta la cabeza y sus ojos se encuentran con los de Mano y Mercedes, también humedecidos.
Se marcha cabizbajo con poco equipaje.
Pronto llega la mala noticia desde la gran ciudad.
–Bienca murió de nostalgia.
La nostalgia y el dolor de no poder pisar con sus pies desnudos las arenas mulatas de Playa Bonita, donde había vivido casi toda la vida, luego de emigrar del puerto de Casilda, la nostalgia al no observar su viejo camaronero que yace en la Cañada y que le sirvió de hogar.
Muere por la ausencia del olor al salitre y de los chinchorros de los barcos. Muere al no poder escuchar día a día el sonido del mar al rosar las piedras pulidas de la costa.
La muerte, con cara pálida, empujó la puerta entreabierta donde estaba Bienca Pujol, sentado en el borde de la cama, con sábanas limpias, en la intimidad de la habitación de cuatro paredes en el oeste habanero.
El viejo pescador la estaba esperando para regresar con ella a la Ciudad Perdida de mares infinitos para retornar a la felicidad que abandonó cuando aún no había cumplido los ochenta años.
Barco camaronero actualEn el puerto, está el esqueleto de un ferrocemento, que cientos de veces rompió las olas de los Jardines de la Reina
El cuento visto desde la insularidad en Lázaro David Najarro Pujol
La tertulia literaria Hablando en letras de este fin de semana, auspiciada por la Casa de Cultura Chichí Padrón, de la ciudad de Santa Clara, se dedicó al cuento visto desde la insularidad y con el prisma de que: «lo mejor del tiempo fuese lo que quita en lugar de lo que deja».
«Lo peor del tiempo no es lo que quita sino lo que deja» Muchos grandes autores de la literatura mundial han elegido el cuento breve como género totalizador de sus ideas y estética. Desde Poe, Maupassant a Borges y Kafka. El cuento parte de un diseño preciosista y muy efímero, no es posible el margen del error, tiempo, espacio, reflexión, estilo, argumento, todo implícito en unas pocas cuartillas que en muchos casos, si se lee a contrapelo, nos percataremos que desde el inicio mismo muestra las huellas del final, sobra entonces las herramientas técnicas del autor para que este efecto se solape ante los ojos del lector, respaldándose en el estilo que suscita y maquilla al lenguaje. Los cuentos de Poe, por ejemplo, llenos de símbolos y pistas que visten las palabras para acicalar la oscura incertidumbre de un relato típico de terror, otros modos de visualizar el cuento no faltan en autores que eligen una poética más simple y luminosa, que renuncia a los excesos literarios, a las sobrias metáforas y el efecto contundente o sorpresivo del final. La actual literatura insular cultivada por no pocos autores nacionales, elige el divorcio grandilocuente de la ponencia para manejar una trama que se place en el mensaje límpido y melancólico que el autor refleja desde los personajes, personajes que a su vez no asumen el protagonismo en la prosa, el argumento en sí mismo representa un eje compacto del contexto donde se añaden las descripciones precisas típicas del reportaje o la crónica, una mesurada y bien distribuida consecución del tiempo en la trama y ese opus poético, sutil acaso, que nace desde el abismo cenital de la reflexión del propio autor.
Una estructura que difiere del relato tradicional o como lo comprendían grandes creadores del género, analizada desde su descomposición estructural con las mismas capas de la novela. El estilo es en lo que más se difiere, también de este principio partía Lezama en la construcción de sus relatos, divergente a la estética de Piñera, por citar dos autores claves de nuestra literatura nacional, ahora bien, la diferencia inobjetable consiste en el uso del lenguaje, evidenciando que la novela en Hispanoamérica es un género, al menos desde lo conceptual, y aquí hay mucho campo aún por explorar, que ha sembrado raíces más fértiles en los autores insulares, fruto de la heredad española en relación al cuento. En Hablando en letras, hoy les presentamos un ejemplo fidedigno de lo antes expuesto, a raíz de un cuento breve, del escritor y periodista camagüeyano Lázaro David Najarro Pujol, un cuento que recurre al entorno, lo sume dentro del argumento, y lo hace parte del mismo diseño que se reivindica en las reflexión de lo que cuenta, como si la síntesis de la trama sacudiese con esmero inobjetable al propio tiempo que la estructura novelística desde lo tradicional hereda para socavar los hoyos que acaso, el vacío, en los lectores más audaces, reclamen en virtud de este tan peculiar y preciosista género, como si: parafraseando, el fragmento extraído de un diálogo preciso en su cuento, entre ínfulas arquetípicas de lo que se pretende o no para cada género literario: «lo mejor del tiempo fuese lo que quita en lugar de lo que deja».