Bahía de La Habana considerada una de las más grandes y seguras de América y el Mundo.
Lázaro David Najarro Pujol
Fotos autor y archivo
Disfrutamos de la dicha de haber transitado por una prueba de fuego luego de navegar durante casi nueve meses por el archipiélago de los Canarreos tripulando, como grumete, embarcaciones de la Flota Bonitera de Cayo Largo del Sur, cuando nos llegó la noticia de que un grupo reducido de estudiantes habíamos sido seleccionados para reforzar la Flota Cubana de Pesca.
Dejamos atrás, con nostalgia, a Cayo Largo del Sur, Isla de Pinos y la escuela de pesca Carlos Adán Valdés, de La Habana del Este. En ese plantel recibimos la preparación teórica, en la especialidad de cultivo de la esponja, profesión que jamás ejercí por mi corta edad (15 años). Eufóricos abordamos el ómnibus.
Me sentía honrado de formar parte de la tripulación del barco chinchorrero Tiburón de la flota, orgullo nacional. El tiburón, con una capacidad de 1284 toneladas, fue alistado en marzo de 1966 en el astillero Factorías Vulcano, Enrique Lorenzo y Cía, de la ría de Vigo y del Cantábrico, España.
Éramos 82 marineros, incluyendo los oficiales y el capitán, este último un viejo lobo de mar que vino desde la entonces Unión Soviética, a enseñar el complejo arte de los chinchorros, las redes y el copo. Algunos de los tripulantes procedían de la Columna Juvenil Agropecuaria sin ninguna experiencia en torno a olas, vientos y tormentas marinas.
Corría el año 1969. Sentía una gran emoción mientras subía las escalerillas y ponía mis pies sobre la cubierta del Motopesquero Tiburón, buque arrastrero por la popa, con una eslora de aproximadamente 70 metros, una manga superior a los once y un puntal mayor a los cinco metros. El buque poseía, además, una planta para la elaboración de harina de pescado y neveras refrigeradas.
Sobre la cubierta comienzo a contemplar la esplendorosa Bahía de La Habana (fundada en 1519), una de las más grandes y seguras de América y el Mundo. Observo al noroeste, entre la vetusta fortaleza de San Carlos de la Cabaña y el pueblo de Casablanca, el Cristo de La Habana, de la artista cubana Jilma Madera. A la izquierda, también mirando desde el sur, la fascinante Lonja del Comercio de La Habana, en cuyo domo corona la estatua El Dios Mercurio (de 6 metros de altura), única con carácter giratorio de Cuba.
En ese entorno distingue en la atalaya del Castillo de la Real Fuerza (1539), la Giraldilla, símbolo de capital cubana y uno de los más antiguos de la capital cubana. La estatuilla de mujer que es visible desde distintos sitios de La Habana Vieja, tiene 110 centímetros de altura. Esta fundida en bronce.
Deviene bella historia de amor esa figura femenina en forma de veleta, que sostiene en su mano derecha una palma y en su izquierda, en una asta, la Cruz de Calatrava. En su pecho destella un medallón con el nombre del artista y una corona en la cabeza. Es obra del escultor Jerónimo Martín Pinzón en la tercera década del siglo XVII.
Disimiles buques mercantes y de la propia Flota Cubana estaban fondeados en la ensenada. A la derecha observo el Dique flotante, con capacidad para varar barcos de hasta 2.500 toneladas.
Un ambiente productivo se apreciaba en el moderno puerto pesquero de la Habana.
En lo más alto del mástil la Bandera Papa (color blanco con un marco de color azul marino), anunciaba en el puerto que la motonave pesquera Tiburón estaba a punto de zarpar rumbo a los bancos de Campeche, en el Golfo de México. Son unas 570 millas de navegación.
La máquina del Tiburón ronroneaba. La nave lentamente se iba separando del espigón del Puerto Pesquero. Comenzamos a poner rumbo lentamente por la inmensa bahía. Dejamos atrás el poblado de Casablanca, la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña y el Morro de La Habana. Navegamos rumbo al occidente a prudencial distancia de la ribera.
Dejamos a la zaga a bella ciudad. El capitán ponía proa hacia el Golpe de Campeche a una velocidad aproximada de 13 nudos. Cuando la tierra se pierde de nuestras vistas decido ocupar mi camarote (con aire acondicionado), junto a otros dos tripulantes.
El Motopesquero Tiburón rompía con su potente quilla las grandes olas del Golfo, de pronto todo se estremecía y sentíamos la fuerte sacudía. Nos había sorprendido un mal tiempo, pero no mayor a lo que viví en la pesca del Bonito.
Los jóvenes procedentes de la Columna Juvenil del Centenario comenzaban a marearse y a vomitar. No estaban acostumbrados a estos menesteres.
Estoy agotado de las horas de vela y quedo completamente dormido. La noche trascurrió rápida y al amanecer subí al puente de mando, donde están los botes salvavidas y solo observé, en los cuatro puntos cardinales, el mar.
A penas llegamos a Campeche empezaron las operaciones extractivas. El inmenso chinchorro con su copo entrar a las aguas del golfo y se inicia el arrastre. La tripulación había sido organizada en cuatro turnos de seis horas. La extracción era ininterrumpida. En cada lance se seleccionaba, por especies, los pescados capturados. No obstante, mi corta edad ya venía entrenado durante mis prácticas en la flota bonitera, por lo que mantenía el mismo ritmo laboral de experimentados marineros.
No había tiempo para salir a cubierta. Confundíamos los días con las noches. Subíamos a cubierta, solo durante los muy esporádicos días de lluvias, luego de que toda la captura del lance estuviera en las neveras refrigeradas.
Los días transcurrían. Los buques madres llegaban a recoger las capturas. La maniobra de acoderamiento requería de mucha precisión, sincronización y habilidades para evitar impactos fuertes entre las gigantescas embarcaciones. Eran momentos del intercambio entre tripulaciones. Surgían las preguntas sobre los acontecimientos más importantes de La Habana.
Unos cuentan sobre avionetas con las insignias USA que de forma provocadora pasaban rasante por encima de la Motonave, pero nadie se atemorizaba de aquellas fanfarronadas peligrosas.
Casi al final de campaña se aproximó un guardacostas mexicano. Sobre su cubierta ningún marinero. Inmediatamente el capitán de nuestro barco ordenó izar la bandera de la estrella solitaria. La tripulación de la Marina de Guerra azteca salió a cubierta eufórica dando voces de Viva Cuba. Aquellos jóvenes nos saludaban emocionados. Una expresión de amistad, admiración y solidaridad con isla caribeña. México, único país que no se plegó a las órdenes de la Casa Blanca cuando presionaba a todos los gobiernos de la región a romper relaciones diplomáticas con la mayor de las Antillas.
Estábamos ya a finales de campaña. El capitán recibió indicaciones de servir como buque Madre de la Flota Camaronera del Caribe, que operaba en los mares próximos a la Ciudad del Carmen. Se ubica en la Isla del Carmen, entre el golfo de México y la Laguna de Términos.
Se levantaron los chinchorros y emprendimos la navegación hacia la zona indicada. Un panorama hermoso observamos cuando salieron los primeros rayos del sol: nuevamente la hermandad entre pescadores cubanos y mexicanos quienes realizaban sus faenas extractivas nocturnas en aquella zona.
Con toda la captura en las grandes bodegas refrigeradas emprendimos el retorno a Cuba.
Horas de navegación ininterrumpida por el golfo de México hasta que divisamos el Faro de Cabo de San Antonio. Luego el verdor y las bellas playas del poblado de la Bajada, de la llanura de Guanahacabibes, en la provincia de Pinar del Rio, Allí por primera vez desde que salimos de Cuba, echamos anclas en espera de la autorización para entrar al Puerto de La Habana.
Levantamos ancla al siguiente día. Toda la travesía la realizamos a prudencial distancia de las riberas pinareñas para contemplar atónitos toda la belleza de aquella región del occidente de Cuba, acompañados a veces por las gaviotas y delfines.
Es un paisaje verdaderamente placentero.
Manjuarí, que fuera buque insignia de la Flota Cubana de Pesca. arrastrero, Congelador. Tipo Tasba 67 igual que el Tiburón.