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Transporte: TRENES A MEDIA MARCHA

Ferrocarril de Girardot,

Gerney Ríos González

Otras líneas, las más necesarias, como la segunda parte del Ferrocarril de Girardot, la de Bogotá a Zipaquirá y Nemocón, la de Puerto Wilches, las primeras etapas del Pacífico, el Ferrocarril de Santa Marta y el de Cartagena, son ejemplos de ineficacia, descontrol oficial, tráfico de influencias, torcidas inclinaciones políticas, codicia desmedida de los contratistas, falta de visión empresarial e incapacidad administrativa y corrupción.

En aquellos tramos de vías férreas en donde se presentaron los mayores costos de construcción, inflados por las manipulaciones deshonestas de los concesionarios bajo la mirada inoperante de funcionarios públicos, el daño a la economía no fue sólo el dinero extra que tomaron los constructores, cercanos a presupuestos de rentas de la  nación, sino la demora que sus ardides financieros y «legales» causaron a la llegada del tren, aunada a las  especificaciones de las rutas resultantes de su avaricia.

Los factores mencionados condujeron a la construcción de una red férrea costosa, tardía, desarticulada y depreciadas características técnicas, que resultó inadecuada a las necesidades del transporte. Si bien el primer ferrocarril colombiano se construyó veinte años después de iniciada la era del tren en el mundo, el país tardaría un siglo en ver una red comunicando de manera precaria sus principales regiones.

Los altos costos de construcción y financiación, aunados a la tardanza de obras, colocaron la economía férrea y del país a la zaga.  Por las circunstancias que rodearon el nacimiento del tren tricolor, sus especificaciones, aun cuando parecieron adecuadas a las condiciones de la época, resultaron impropias para su servicio cuando el mercado lo demandó, y terminaron cediendo terreno al transporte automotor.

Las rutas principales no conectaron oportunamente para prestar un servicio nacional. El sistema del Pacífico no empalmó a tiempo con el del centro. El camino con dos carriles de hierro paralelas a Bucaramanga no se unió con las de Bogotá, el ferrocarril de Cúcuta nunca enlazó con el interior, y el trayecto a lo largo del río Magdalena, que finalmente comunicó los tramos centrales con el mar, llegó retardado y agonizante a la competencia.

Los primeros trenes de montaña fueron lentos, restringidos en su capacidad y recargados con elevados costos operativos y financieros, a pesar que el presupuesto nacional terminó absorbiendo las exageradas inversiones. El costo por kilómetro construido en algunos tramos batió el récord mundial de ineficiencia. El ferrocarril nació en Colombia con una tara que provocaría su propia extinción, cuando no corrigió sus falencias, ni se modernizó, ni se administró adecuadamente para competir con el naciente transporte por carretera, prestado por elementales camiones, a lo largo de primitivos caminos de herradura mejorados a pico y pala.

En el siglo XX, la política de los gobiernos fue la de nacionalizar los ferrocarriles, idea impulsada por el deseo de unificar, y controlar los transportes, de enmendar los errores pasados, un esfuerzo que por las circunstancias del momento resultó tardío, porque en la práctica se compraron a precios exagerados unos trenes de altos costos de mantenimiento por edad y condiciones técnicas; la operación frente al acarreo terrestre resultaba antieconómica.

Las políticas oficiales de levantamiento de vías favorecieron el transporte por carretera en el segundo cuarto del siglo XX, en detrimento del desarrollo ferroviario. Mientras los camioneros tenían que preocuparse sólo por adquirir y conducir su pequeño equipo, el costo del ferrocarril incluía la construcción, financiación y mantenimiento de la ruta.

Cuando llegaron los primeros camiones, adaptar los caminos a carreteras constituyó una opción atractiva para los gobiernos al emplear gran cantidad de mano obra no calificada, no requerir suministros importados, por tanto, beneficiar las regiones más apartadas, en busca de un servicio puerta a puerta, pueblo a pueblo. La inversión en las primeras vías fue sólo una fracción de la requerida por las carrileras. Teniendo en cuenta que la administración del tren se hizo con entidades oficiales, ineficientes, recargadas con elevados costos de mantenimiento y abultadas nóminas con beligerantes sindicatos, resultó obvio la desaparición ferroviaria.

La vida de los ferrocarriles colombianos fue efímera; llegaron después que el progreso afloró; fenecieron antes de haber cumplido a cabalidad con el objetivo. Ese desfase temporal significó una pérdida enorme de oportunidades para la economía, dejó al país en manos de sistemas de acarreo más costosos con el paso de los lustros, a pesar de ser el tren, el medio ideal de transporte de grandes volúmenes de carga en largas distancias.

No todo fue negativo. Además del innegable servicio que prestó el tren en su momento, así hubiera sido corto, el arduo proceso de estudiar, financiar, construir y mantener la red férrea, fue escuela y acicate a la ingeniería, administración, política y mecánica locales, que habrían de producir beneficios en otros campos. Al despuntar el siglo veinte, la ingeniería colombiana era consciente de los problemas técnicos y económicos de los ferrocarriles, y serían los ingenieros nacionales, así no dispusieran de empresas con gran capacidad operativa ni capitales disponibles, quienes llamaron la atención sobre los dilemas y las posibilidades del desarrollo vial, e implementaron algunas soluciones dando ejemplo a contratistas extranjeros. La ingeniería colombiana evolucionó tendiendo rieles. Los primeros profesionales destacados en las obras públicas, se formaron en la actividad ferroviaria; más tarde sus réditos en escuelas y otras áreas de transformación estructural buscarían que las dinámicas productivas crecieran de manera equitativa y sostenible en el tiempo.