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LOS COLOMBIANOS REGALONES

Regalo 

 

 

 

Jairo Cala Otero

En el parque de su barrio, a donde llegó después de hacer los ejercicios físicos de la mañana, Fenicio miraba a todos los lados. Quería encontrar a alguien con quien desfogar lo que sentía. Necesitaba hablar con alguien sobre la desazón que tenía por el incorrecto uso de un vocablo. En esas, apareció Alfabeto. Se sentó a su lado, en la misma banca, y él dio comienzo a su plática.

─ Cómo te parece, Alfabeto, que en este país abundan los regalones (*). Hay muchísima gente que sólo piensa en regalos; pareciera que se hubiesen criado a punta de recibir obsequios todos los días.

─ ¿Por qué dices eso, Fenicio?

─ ¡Tú no deberías preguntar por qué lo digo! ¿No has escuchado a tu alrededor a tantos colombianos deseosos de que todo se lo regalen? ¡Hasta tu nombre te lo piden regalado, carajo!

─ Explícate. No te he comprendido.

─ Pues que mucha gente le torció el sentido semántico al verbo regalar. Ahora conjugan ese infinitivo en todas las ocasiones, sin que sea correcta su aplicación.

En ese preciso momento, un jovencito que montaba en bicicleta se acercó a los dos caballeros, y dijo:

─ Señor, ¿me regala la hora?

Alfabeto apenas miró rápidamente a Fenicio. Luego, pasó la mirada sobre el rostro del muchacho.

─ ¡Fíjate, fíjate! ¡Acabas de escucharlo, Alfabeto! Este muchacho quiere ¡que yo le regale la hora! Verbalmente, apenas puedo suministrársela, indicársela, informársela, pero no tengo potestad para regalar horas.

─ Ya comprendo, y tienes mucha razón. Se volvió una fea costumbre entre mucha gente el utilizar ese verbo transitivo en situaciones que no lo admiten. Yo tenía ganas de que abordáramos este tema.

─ Sí, señor. Ahora quieren que uno regale todo, hasta las cosas más inverosímiles. Ayer, una funcionaria de la Gobernación, en donde yo adelantaba una diligencia, me pidió que le regalara mi nombre ─ contó Fenicio ─. Yo la increpé diciéndole que si se lo regalaba ¡cómo carajos tendrían que llamarme en lo sucesivo las personas cercanas! Por lo menos fue inteligente y entendió el mensaje; se puso colorada, pero a renglón seguido me dijo que le regalara mi cédula. Volví a la carga y le contesté que si le regalaba mi cédula yo me quedaría sin documento legal para identificarme. Le advertí que yo sólo estaba dispuesto a proporcionarle, informarle o indicarle el número de ese documento, pero que no se lo regalaría por ninguna razón. Pero la señorita, muy oronda, después de rellenar otros espacios de un formulario que diligenciaba con mis datos, pidió otro regalo. Me dijo: «Señor, regáleme su teléfono». Entonces, no aguanté más, Alfabeto; le dije que qué era ese atrevimiento; ni siquiera yo la conozco, pero me estaba pidiendo que le regalara mi teléfono. ¡Yo lo necesito para hablar por él con mis amigos y parientes! Muchos de nuestros conciudadanos viven ensimismados con el espíritu del regalo.

─ A mí también me han hecho esas pasmosas solicitudes a «quemarropa». Hace no más de diez minutos estaba yo conversando con un amigo, y al momento de despedirnos me dijo: «Regáleme su celular». Tuve que preguntarle que por qué razón yo habría de regalarle mi teléfono móvil. Esta es mi herramienta de trabajo de todos los días. Rápidamente se dio cuenta del error y replicó que lo que quería era que le regalara el número de mi celular. Es decir, cayó de nuevo en el mismo error. Entonces, volví a corregirlo diciéndole que tampoco eso haría; que sí le podía suministrar el número, porque si se lo regalaba todas las personas que me llaman a mí a esa línea quedarían despistadas al percatarse de que quien les contesta no soy yo. De ese tenor están las cosas con la semántica del castellano, Fenicio

─ Razón tenías tú cuando algún día dijiste que en los supermercados y las tiendas sí que abundan los regalones. Allí todo lo quieren regalado, desde los huevos hasta la amistad. Todo cuesta: ¡tanto los huevos como la amistad!

En ese instante, una viejecita que pasaba junto a los dos amantes del buen uso del idioma, se arrimó para preguntarles:

─ ¿Me regalan la hora, señores?

Los dos se miraron al mismo tiempo. Fenicio contestó:

─ No, señora. No podemos regalarle la hora, pero sí le informamos que le cogió la tarde, tanto para llegar a su casa como para consultar en un diccionario el significado de la palabra regalar. ¡Corra, apúrese!

Los dos letrados se marcharon, luego de darle unas monedas ─ese sí fue un regalo─ a un pordiosero que caminaba por un sendero del parque.