María Angélica Aparicio P.
Los perros me causaban un miedo terrible. Ver uno, dos o tres en mi entorno, era pegar desafinados alaridos. Me iba mejor con los insectos, los caballos y las vacas cebú; hasta soportaba los sapos que asomaban su odiosa lengua por la cañería, en épocas de lluvia. Oír a un perro ladrar, me ponía al borde de la histeria, porque abrían la boca con sus dientes amenazadores y, me veían, a mí, como una enemiga de primer nivel.
De niña me vi rodeada de perros, grandes y bravos, que nunca me saludaron con cortesía. Me ladraban, sin compasión, destemplando mis pobres tímpanos. Sentía que el pastor alemán de mi abuelo era como el demonio: no dejaba de chillar cuando salía al jardín. Igual ocurría con el perro de un tío: sus chillidos, encima mío, eran tremendos.
Cuando tenía siete años, dos perros pequeños y chillones, que no dejaban de mostrarme los colmillos, me mordieron en la pierna, uno en la calle, y el otro, me clavó los dientes en un almacén de juguetes. Creo que mi vida nunca cuajaría ciento por ciento con los perros.
De adulta, algún extraño olor se distribuyó por mi cuerpo porque mi relación con los perros avanzó. ¿Sería el nuevo perfume que usaba? ¿Estaría floreciendo la nueva visión que construía sobre estos caninos? Dudaba. Su buen comportamiento podía atribuirlo, mejor, a unos gatos que me parecían dos muñecos de felpa. Cuando llegaba de visita, se encaramaban en la mesa donde me sentaba, quedándose agazapados y tan quietos como dos balones de fútbol antes de patearlos.
El día que invitaron al jugador estrella del hockey nacional, un joven grueso y amable, vi cómo cuatro gatos le caminaron encima, haciéndole en sus hombros una convención de mimos disparatados. ¡Carraplum! Aquello era de impresionarse, pero de impresionarse tanto, que empecé a mirarlos con otros ojos, con una mirada más de interés y curiosidad y de menos ignorancia. Poco a poco, mi cercanía con estos pequeños cuadrúpedos, voluntariosos y caprichosos, creció como una planta de habichuelas. Su olor debió pegarse en mi piel, como una pegajosa melcocha, porque los perros dejaron de ladrarme.
Entonces conocí dos perros de raza criolla -divinos- con ocho días de nacidos. Sin poder defenderme, me los pusieron en el regazo. Del susto tan madre, solo pude acariciarlos. Cuando aquellos cachorros crecieron, -se llaman Fulana y Tutana- se me botaron encima como en un juego de rugby, pero ya era capaz de juguetear y de sacarlos de paseo sin rumbo fijo, una proeza indiscutible para mí, de la altura que libró Agamenón en la cruel guerra de Troya.
El destino me unió a un Fox Terrier cubierto con pelo de alambre, de color blanco con manchas amarillas, que nació un 24 de abril. Nació en una casa solariega, en el municipio de Chía, con cuatro compañeros más. Era un puntito diminuto cuando llegó a las manos de un joven, que prendió al cachorro como si fuera una costilla suya. Sin más preámbulos, lo adoptó, conmovido de tenerlo. Pronto envió sus primeras fotos para que sus amigos y familiares lo conocieran. Era un animalito cuco, precioso, de esos que provoca espichar. Le puso Pascual.
Pascual se convirtió en un perro fiel, que ladraba a los extraños, que saltaba varios metros como una pelota de caucho, hasta cansarse. A su dueño le mostró que, además de jugar, las canecas de la basura eran su otro juguete, el predilecto, elementos con los que disfrutaba como un jugador, en ejercicio de su deporte. Sacarlo de paseo era como abrir una lata con las uñas: Pascual se paraba en cada caneca del camino, husmeaba el interior, cogía los plásticos y los tiraba al piso. ¿Reciclaba solito?
Junto con las canecas, la nueva obsesión del vivísimo Pascual fueron los chocolates. Era imposible tener dulces en casa porque los devoraba con y sin autorización. Sabía cómo quitarles el papel, tragarlos, y hacerse el loco con el asunto. Un día, su maña con los chocolates llegó a convertirse en la guerra de Trafalgar. Pascual descubrió que había una caja grande, con aromas exquisitos, resguardada tras el interior de un closet.
Las puertas estaban cerradas, pero fue más obstinado que Napoleón: las manipuló hasta abrirlas. La caja quedó al descubierto, frente a su olfato, sus ojos y el corazón palpitando dos veces. Aprovechó que no había nadie en casa. Como pudo quitar la tapa, agarrando los chocolates y quitando el papel que los envolvía a cada uno. Los deliciosos dulces, azucarados hasta reventar, terminaron en el aparato digestivo de Pascual. Cuando su dueño llegó a casa, un reguero de papeles plateados invadía el piso, la mesa de centro, el sofá blanco, la cocina. Junto al closet, ya de puertas abiertas, estaba la caja tirada, completamente vacía.
Lo último que supimos de Pascual fue que se perdió. Esa tarde las alarmas se prendieron. El bello canino no llegó a casa, como todos los días en que asistía a la guardería. Por internet circuló una foto suya con el teléfono donde se podía llamar en caso de hallarlo en un parque, en la calle, en la puerta de alguna residencia. Se inició la búsqueda por los barrios de Bogotá. Sin que nadie lo recogiera, Pascual apareció. El joven propietario lo encontró sentado, con su lengua afuera, en la puerta del edificio donde llevaba dos años viviendo. Las trotadas de por la mañana con su dueño, bien temprano, hicieron que Pascual visualizara las calles de la Localidad. Las conocía bien, como las palmas de una mano. Su inteligencia le permitió recordarlas, recorrerlas, y retornar a casa sano y salvo. ¡Por Pascual, un largo y merecido brindis!