Antonio José Hurtado salía durante las celebraciones de Navidad a dar bendiciones vestido con la sotana blanca que identifica al sumo pontífice romano.
Hernán Alejandro Olano García.
En medio de las montañas verdes y frondosas de Barbosa, Antioquia, nació un niño que estaba destinado a desafiar los límites de la realidad y la imaginación. Antonio José Hurtado, llegado al mundo en 1892, vivió una vida que muchos considerarían extraordinaria y, a veces, delirante.
Desde su infancia, Antonio mostró una inclinación hacia lo inusual. Aunque inició sus estudios en el seminario de Santa Rosa de Osos con la intención de convertirse en cura, el golpe inesperado de la muerte de su padre interrumpió sus planes. Obligado a abandonar sus estudios teológicos, se dedicó a aprender el oficio de dentista, una habilidad que perfeccionó en el cuartel, sacándole muelas a sus compañeros soldados.
Regresó a Barbosa en 1923 con un espíritu resuelto y una habilidad en dentistería que pronto ganó fama. Sin embargo, su vida dio un giro metafórico y literal en 1939, cuando las ondas radiales le trajeron la noticia de la muerte del papa Pío XI. Convencido de que él era el sucesor natural del pontífice fallecido, Antonio adoptó el nombre papal de Pedro II y lanzó su candidatura al Vaticano por telegrama, una carta que, aunque nunca respondida, provocó rumores alrededor del pueblo: ¡Barbosa tenía su propio papa!
Antonio Hurtado, ahora Pedro II, transformó su modesto consultorio dental en un peculiar vaticano de bahareque, lo bautizó como «El Vaticano II». Su asiento de dentista se convertía, al menos en su imaginación, en el trono de San Pedro. Allí, rodeado de un equipo insólito que incluía al carnicero, el peluquero y el tendero del pueblo como sus cardenales, se dedicaba a tareas pastorales que se entrelazaban curiosamente con las extracciones de muelas y la colocación de dientes de oro, especialmente para políticos y campesinos.
Pero Pedro II no se contentó con estas actividades. Con una convicción firme y apasionada, publicaba su propio periódico, «El Emmanuel», donde proponía reformas audaces, como la absurda y atrevida idea de aumentar los mandamientos a dieciséis y prohibir la participación del clero en la política. Su sede improvisada atraía a multitudes de campesinos que esperaban conseguir sus bendiciones, escuchar sus reflexiones en latín, o simplemente disfrutar de las ceremonias y procesiones que organizaba, en calles paralelas a las del párroco local.
Sus días de gloria, sin embargo, estaban contados. Calificado de delirante por muchos, su auto monarquía espiritual terminó chocando con las rígidas estructuras de la Iglesia católica establecida. Dos excomuniones no lograron mermar su vocación autoproclamada, y a pesar de los enfrentamientos con el párroco local, Pedro II persistió en su camino, incluso llegando a reconciliarse con las autoridades eclesiásticas para poder confesarse y asistir a misa.
Entre historias de milagros y visitas de personajes célebres, transcurrió la vida de Antonio Hurtado. A los 63 años, preparó su propia partida de este mundo con la misma meticulosidad teatral con la que vivió: mandó a fabricar su ataúd y redactó un testamento dejando su «trono» al Vaticano de Roma, un regalo que nunca llegó a su destino y que aún se conserva en su pueblo.
Hoy, el legado de Pedro II sigue resonando en Barbosa. Aunque su papado fue ficticio, dejó una impronta imborrable en la memoria del lugar y de sus habitantes. Las historias de su vida y «misiones» continúan inspirando a quienes las escuchan, recordándonos que, a veces, la realidad puede ser tan fabulosa y rica como la mejor de las ficciones.