Cientos, quizás miles, de niños comparten su destino. Algunos son enviados por sus padres, quienes, acuciados por la pobreza, ven en la mendicidad una forma de subsistencia.
Primicia Diario
Bogotá D.C.
El sol de la tarde cae a plomo sobre el asfalto caliente. Entre el rugido de los motores y el smog que impregna el aire, una figura diminuta se mueve con agilidad entre los autos detenidos por el semáforo. Es un niño, apenas ocho años, con la piel curtida por el sol y los ojos grandes y tristes. En sus manos, un cartel improvisado:«Ayúdame, por favor».
Esta escena, lamentablemente, se repite a diario en las principales ciudades de Colombia. Niños como este pequeño, a quienes llamaremos Pablo para proteger su identidad, son una presencia constante en las calles, expuestos a peligros inimaginables y obligados a asumir responsabilidades que no les corresponden.
Pablo no está solo. Cientos, quizás miles, de niños comparten su destino. Algunos son enviados por sus padres, quienes, acuciados por la pobreza, ven en la mendicidad una forma de subsistencia. Otros son víctimas de redes de explotación que los utilizan como herramientas para generar lástima y obtener ganancias.
La vida en la calle es dura. Pablo se enfrenta a la indiferencia de muchos, a la hostilidad de algunos y a la constante amenaza de ser atropellada o raptada. Su jornada comienza al amanecer y termina al caer la noche. Pide limosna, vende dulces o flores, limpiaparabrisas. A veces, la suerte le sonríe y logra reunir algo de dinero para llevar a su casa. Otras veces, regresa con las manos vacías y el estómago vacío.
Pero el hambre no es su único enemigo. Pablo también lucha contra el frío, el calor, la lluvia y la contaminación. Duerme en portales, bajo puentes o en improvisados refugios de cartón. Comparte su espacio con otros niños, con animales callejeros y con delincuentes que acechan en la oscuridad.
La calle, además, roba a Pablo lo más valioso de su infancia. No va a la escuela, no juega con otros niños, no tiene tiempo para soñar. Su mundo se reduce a un pedazo de asfalto, a un puñado de monedas y a la incertidumbre del mañana.
Organizaciones sociales y entidades gubernamentales trabajan incansablemente para rescatar a estos niños de la calle y ofrecerles una alternativa de vida. Se han creado programas de atención integral que brindan alimentación, educación, atención médica y apoyo psicológico. Sin embargo, el problema persiste.
La solución no es sencilla. Requiere un esfuerzo conjunto de la sociedad, el Estado y la familia. Es necesario atacar las causas profundas de la pobreza, fortalecer los sistemas de protección infantil, crear oportunidades de educación y empleo para los padres y sensibilizar a la población sobre la importancia de proteger los derechos de los niños.
Mientras tanto, Pablo y miles de niños como ella seguirán recorriendo las calles de nuestras ciudades, con sus manos pequeñas extendidas y sus miradas tristes implorando ayuda. Su presencia es un recordatorio constante de que aún tenemos mucho camino por recorrer para construir una sociedad más justa y equitativa, donde la infancia sea un tiempo de felicidad y oportunidades, y no de sufrimiento y explotación.