He sentido las horas oscuras en las que el alma se siente a la deriva, sin rumbo ni certeza. Pero con el tiempo comprendí que en esa oscuridad se gesta algo sagrado
Durante años creí que la serenidad era no temblar y ocultar el agotamiento bajo un falso «todo bien». No era valentía, sino miedo a decepcionar y a mostrarme frágil. El cuerpo habló por mí, obligándome a detenerme, y en ese silencio involuntario comprendí que tenía derecho a no estar bien.
Aprendí que el sufrimiento no es fracaso, sino un modo de escuchar lo que el alma había callado. La tristeza llega para limpiar lo acumulado; el miedo es una alarma que dice: «ya basta de sostener lo insostenible».
Confundí el equilibrio con control, intentando dominar mis emociones. Lo que más cuesta es el juicio interno: esa voz que repite: «no deberías sentirte así». Pero la comparación no cura; el dolor solo se alivia cuando se honra con dignidad, no cuando se disfraza. El alma no necesita respuestas rápidas, sino ser escuchada sin prisa.
No estar bien nos humaniza. Nos saca del papel de «líder fuerte» para recordarnos que somos carne temblorosa. La serenidad auténtica nace de la aceptación, no del control. En la oscuridad se gesta algo sagrado, y uno comprende que Dios se manifiesta en el silencio y no en las respuestas.
Vivimos bajo la tiranía de la perfección, publicando sonrisas y ocultando miedos y recaídas, pero ahí es donde ocurre la verdadera vida. No estar bien es un acto de resistencia ante esa tiranía; es aceptar la imperfección. La serenidad no se alcanza eliminando el dolor, sino aprendiendo a vivir con él y a tomar decisiones (pedir ayuda, soltar una carga) desde la verdad.
Hoy ya no temo decirlo: hay días en los que no estoy bien, y no pasa nada. El derecho a no estar bien es el derecho a vivir sin máscaras, a soltar la obligación de aparentar felicidad. Cuando uno se concede ese derecho, la calma hace presencia. No porque todo mejore, sino porque uno deja de pelear con la superficialidad.
Hay una dignidad silenciosa en quien aprende a hacer las paces con la vida, incluso en medio del dolor. Vivir bien es vivir con conciencia, sin huir del sufrimiento, recordando que es la energía del alma quien alimenta al cuerpo, y no al revés.

