La Clínica Avidanti no es un hecho aislado, sino el síntoma de un sistema que parece haber olvidado el juramento hipocrático para priorizar el estado de cuenta, poniendo los muertos en un burocrático «paseo de la muerte».
Primicia Diario
Santa Marta
Santa Marta no es simplemente una ciudad; ostenta el título de Distrito Turístico, Cultural e Histórico. No obstante, tras la fachada de sus playas y su riqueza patrimonial, subyace una desconexión fatal entre su robusta oferta de recreo y su famélica capacidad de respuesta médica. Existe una paradoja alarmante: mientras la ciudad se consolida como un imán para visitantes nacionales e internacionales, su infraestructura de salud permanece estática.
Durante las temporadas altas, la población flotante se duplica, generando una sobrecarga estacional crítica. La red hospitalaria —camas, servicios de urgencias y disponibilidad de especialistas— no crece al ritmo de la demanda turística, manteniéndose dimensionada apenas para la población local. Esto provoca un peligroso «cuello de botella» donde una urgencia rutinaria amenaza con devenir en tragedia por simple falta de capacidad instalada. Para el turismo extranjero, la seguridad médica es un factor innegociable; por ello, casos de pacientes «peloteados» entre instituciones no solo vulneran derechos fundamentales, sino que erosionan irremediablemente la marca de la ciudad.
Lo ocurrido recientemente con el paciente afiliado a Sura en la clínica Avidanti ilustra lo que los expertos denominan «selección adversa» o, en términos más llanos, un clasismo médico flagrante. Las Instituciones Prestadoras de Salud (IPS) privadas han comenzado a filtrar la atención bajo la lógica del paciente entendido como una factura: si existe una póliza de medicina prepagada —que garantiza pago ágil y tarifas plenas— la atención es inmediata. Por el contrario, si el respaldo es el Plan Obligatorio de Salud (EPS), cuyos pagos suelen dilatarse más de 90 días o perderse en glosas, la respuesta institucional es la dilación. Estrategias como el «venga mañana» o la supuesta caída del sistema funcionan, en la práctica, como barreras administrativas invisibles diseñadas para reservar las camas a los perfiles financieros más rentables o de extrema gravedad legal.
Este comportamiento no surge del vacío, sino de una asfixia financiera estructural que define el contexto nacional. Aunque el Gobierno asegura girar los recursos a través de la ADRES, la cadena de pagos se rompe internamente. Las EPS argumentan que la Unidad de Pago por Capitación es insuficiente, retrasando los desembolsos a las clínicas. Estas últimas, como mecanismo de presión y supervivencia, cierran servicios o restringen agendas a los afiliados de las aseguradoras morosas. El anuncio del retiro progresivo de Sura añade una capa de incertidumbre: las clínicas temen que, ante una eventual liquidación, las deudas pendientes se conviertan en cartera irrecuperable, dejando al paciente como rehén en una guerra de cobros entre privados y el Estado.
El panorama se oscurece aún más al observar que la red pública no ofrece un refugio seguro. La ESE Alejandro Próspero Reverend, encargada de los puestos de salud, ha permanecido intervenida por la Superintendencia de Salud debido a años de corrupción y desgreño administrativo sin mostrar mejoras sustanciales. A esto se suma la infame «guerra del centavo» de las ambulancias, vehículos que disputan ferozmente a los heridos en accidentes de tránsito —amparados por el pago seguro del SOAT— mientras ignoran llamados por infartos o patologías comunes en domicilios, profundizando la sensación de desamparo.
Es imperativo recordar que estas prácticas vulneran la Ley Estatutaria de Salud de 2015, la cual consagra la salud como derecho fundamental autónomo y prohíbe barreras administrativas en la atención de urgencias. En suma, Santa Marta enfrenta una tormenta perfecta: una infraestructura rebasada por el turismo, una red pública debilitada y un sector privado que, atrapado en la disputa financiera, ha optado por mercantilizar la urgencia. El caso de la Clínica Avidanti no es un hecho aislado, sino el síntoma de un sistema que parece haber olvidado el juramento hipocrático para priorizar el estado de cuenta, poniendo los muertos en un burocrático «paseo de la muerte».
