El tiempo es uno solo: no cambia, no se deja asir, no es controlable, no tiene aristas ni alternativas; es irreversible e irrepetible.
Jairo Cala Otero
Cuando un pelotón de soldados marcha, en algún momento el suboficial a cargo grita: «¡Conversión!». Y enseguida indica el rumbo que quiere que tomen sus subordinados: a la izquierda, o a la derecha. Eso es exactamente lo que todos nosotros podemos hacer al despuntar un calendario, y empezar a contar uno nuevo: definir un cambio de ruta, convertir nuestros pasos; orientarlos de mejor forma para que nuestros propósitos de vida sean una realidad. Y eso implica convertir también el pensamiento: de malo y pesimista a bueno y optimista.
Cuando se avecina un cambio de año los agoreros ─que abundan por doquier─ hacen las mismas pamplinadas de siempre: compran calzones y calzoncillos amarillos para que con solo ponérselos (o quitárselos ante alguien en particular, quizás) les depare dicha y fortuna; salen a las 12 de la noche del 31 de diciembre, con una maleta, a recorrer el vecindario, dizque para viajar durante el año que comienza (¡hay que trabajar primero para comprar los tiquetes!); intentan comerse 12 uvas a la medianoche para que la prosperidad los «atropelle» (y muchos, en efecto, se atropellan comiéndoselas), entre otras supersticiones y banalidades.
Por «mamadera de gallo», o como ritual folclórico, bienvenidas esas inocuas prácticas. Pero si es para tomárselas muy en serio, ¡vaya destino tan engañoso el que se trazan algunos! Porque ninguna de esas costumbres banales, que tienen un interés puramente mercantilista y supersticioso, transformará positivamente la vida de nadie; apenas generará una situación ilusoria, volátil y engañosa.
Ahora bien, no será tampoco el nuevo año el que nos mejore las circunstancias a nuestro alrededor. El tiempo es uno solo: no cambia, no se deja asir, no es controlable, no tiene aristas ni alternativas; es irreversible e irrepetible. Lo que contamos es una anualidad más a instancias del sistema inventado por el hombre para tener una guía de cómo llevar la cuenta de cada momento que vivimos. Esa es la razón de la existencia de los nombres de los segundos, minutos, horas y días; y de los meses, y la denominación numérica de los años. Nada más. Porque el tiempo es intangible e imperturbable.
En cambio los seres humanos somos frágiles, perturbables, díscolos, indefensos, variables… Por eso mi reflexión sobre la importancia de concederle más peso al propósito de conversión desde nuestros pensamientos y nuestras actitudes, que a la postura o la quitada de unos calzoncillos o unos calzones amarillos.
Ya lo dijeron muchos sabios, entre ellos Albert Einstein: el hombre (es decir, todo el género humano) es lo que piensa que es. Y atrae hacia sí aquello en lo que piensa con ardentía, fe y disciplina. Si pensamos en tragedias o en asuntos «imposibles» de lograr, ni más ni menos eso será lo que obtengamos; si pensamos en realidades deseables, como si ya las estuviésemos disfrutando, ellas aparecerán también en el plano real cuando menos las esperemos. Es el poder de la mente el que atrae aquello en lo que se piense y se desee con profunda y manifiesta seguridad y confianza.
¿Quiere cambios positivos en su vida? Proyéctelos en la pantalla de su mente. Véase en la condición que desea estar, siéntase gozando de ese nuevo estilo de vida; su poder interior lo trabajará, y el día menos esperado se lo mostrará para su disfrute. Pero si no cree, ni proyecta pensamientos e imágenes vívidos, no espere que el poder universal le conceda lo que tanto anhela.
Desde lo espiritual es recomendable asirse del Creador de la vida, en vez de confiar en fetiches, agüeros, talismanes y amuletos que nada pueden hacer por nosotros. Muchos son los testimonios que he conocido en este ámbito (que terminan arruinando vidas humanas), como muchos también los que dan cuenta de la grandeza del Señor cuando se lo sigue con firmeza, adhesión auténtica a su poder y confianza en su misericordia. Sin Él nada sale bien, con Él todo es perfecto.