El marqués de Sade es uno de los personajes más controvertidos de la historia. Para unos un criminal, para otros una inspiración. De él nació lo que hoy conocemos como sadomasoquismo.
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«Ver sufrir sienta bien, hacer sufrir es aún mejor», la inmortal frase deja muy claro que marqués de Sade no solo asumía una concepción sobre el sexo basada en el poder, sino que además comprendía el poder del deseo como un vector de información e impulso creada a partir de una idea primitiva sobre la identidad. Provocar dolor era para el marqués una forma de dominio pero también de apuntalar su percepción básica sobre la naturaleza humana: todos somos hijos de nuestros temores y esclavos de deseos inconfesables. El resultado es una visión sobre lo erótico al límite de lo obsceno y más cercana a la provocación que a la lujuria.
Aún así se dice que el marqués de Sade no se consideraba a sí mismo un «libertino» sino una víctima de sus deseos inconfesables, dominados por la pasión y en ocasiones el crimen. Una afirmación que parece contradecir lo que su obra muestra y exhibe como principal atractivo: el sexo como vehículo del placer y el dolor, una mezcla inquietante de belleza y vulgaridad que probablemente su época no entendió con claridad. Obviamente, ninguno de sus libros es autobiográfico ni pretende serlo y aún así nada describe mejor la visión del marqués de Sade sobre el mundo que sus a menudo escabrosas escenas sexuales. Y es que hay algo inquietante y bello en esa visión tortuosa, vitalista y sobre todo polémica de Sade sobre sí mismo que parece esconderse entre las páginas de sus historias. Porque para el marqués, el sexo no es solo un vehículo de placer sino también de dolor: una intrigante necesidad de destruir el mito del sexo como creador y expresar una idea mucho más dura y real. Una manera de comprender la esquiva naturaleza humana.
Para Sade, aristócrata con aspiraciones políticas, el sexo —el escándalo, que en su caso son la misma cosa— funciona como una expresión elemental sobre la capacidad de la literatura para la provocación. No solo por el argumento simple de la capacidad del autor para asombrar y herir susceptibilidades, sino poner en tela de juicios los mensajes morales generales. Porque sin duda, el marqués de Sade, en toda su gloria profana, no intentaba comprender la idea del género erótico —inexistente por entonces— como una forma de seducir al lector, sino de sacudir su conciencia. Y el entramado de su obra parece expresar esa idea con enorme profundidad y coherencia. De allí, la implacable dureza y profundo significado de su «ver sufrir sienta bien, hacer sufrir es aún mejor» sin referirse a las tropelías sexuales de sus personajes literarios, sino a sus lectores. A esa necesidad de sacudir la idea consciente de quien le lee sobre el mundo. Una revisión del arte de la provocación —nunca mejor utilizado el término— como una forma de ataque consistente e insistente de esa hipocresía moral que con tanta insistencia la cultura asume como parte integral de su entramado.
Sade supo crear una idea norte sobre sus obras que aún perdura: esa evidencia incontestable que el erotismo es la metáfora más contundente sobre nuestra naturaleza animal y primitiva. El sexo para Sade no solo es una gratificación, sino una idea complejísima que impulsa al hombre a crear una relación dura con sus impulsos y sobre todo ese lado de naturaleza salvaje que tratamos de soslayar a toda costa. Pero Sade, insiste en descubrirla, en recubrir de un barniz de crudo pragmatismo. En las novelas de Sade, el sexo es sexo, pero también es otra cosa, una aproximación a los sentidos, los dolores y los rudimentos del pensamiento filosófico. Una expresión informal de la belleza y el horror, reconstruidos para ser concebidos como conceptos únicos sobre la violencia y la falibilidad humana
En una ocasión, un crítico norteamericano ponderó que Sade instauró un tipo de snuff literario que asombra aún por su poder de provocar horror y repulsión. Un prodigio de habilidad que aún sorprende por su impecable precisión para justificar lo sexualmente ofensivo en los textos de Sade y también lo que se comprende en el trasfondo. No obstante, Sade como escritor es algo más que un compendio de horrores donde el deseo y la lujuria se transforman en algo más parecido a un alegato que a una idea general sobre el erotismo. Porque Sade, en mitad de sus largas escenas de placer y muerte, también pondera sobre la realidad, la filosofía de su época, el futuro y la incertidumbre. A través del sexo y el dolor, Sade medita no solo sobre los limites de la ética —y lo hace con un tino que sorprendió a sus críticos más enconados— sino también con esa ambigua capacidad del ser humano para disculparse a sí mismo, para justificar la ruptura con su identidad social a través de la depravación. Somos monstruos elementales, diría Sade, pero también testigos elocuentes de nuestra propia barbarie con la justificación del deseo.
Porque Sade, fue ante todo, un hombre de su época. Un hombre que se debatió entre la apertura pre liberal del siglo XVIII y su incierto futuro debido a las inminentes reformas sociales. Una dualidad que hace de sus novelas un ámbito privilegiado para comprender un siglo de transformaciones y una ruptura histórica con lo establecido. En medio de las dos caras de la Ilustración, Sade encontró una manera de conjugar lo antiguo y lo eminentemente reformador en un discurso durísimo, desprejuiciado y cruel que le llevó a convertirse en el antihéroe por experiencia. En el símbolo de esa «maldad» desconcertante y levemente abyecta de un proceso histórico que asumió como elemental y sobre todo como evidencia de la caída de viejas formas de pensamiento social.
Porque para el marqués de Sade, el poder del sexo reside justamente en la provocación. Y su novela La filosofía del tocador es la mejor prueba de eso. Su encendidas historia es de hecho una metáfora sobre su rechazo al dogma y a la moral, a la búsqueda de lo natural, lo esencialmente humano a través de los excesos. Es por ello que insiste cada vez que puede que «solo los hombres de alma vigorosa, las mujeres de imaginación podrán comprender su sentido, aprender sus lecciones y estimular el terreno de esa libertad por medio de la cual alcanzan su complacencia». El marqués construye un mundo donde la lujuria es la medida del pensamiento humano y triunfa en visión del hombre como criatura en la búsqueda del placer por el placer. Una idea que escandalizó a una sociedad moralista e hipócrita que de inmediato tachó al marqués como criminal y perverso. ¿Pero cuál es el origen de esa animadversión hacia la obra y la figura de escritor? Por cierto, no sus historias, retorcidas y exageradas, donde la sexualidad parece reducirse a un mero artificio para obtener la atención del lector. ¿Qué había dentro del planteamiento de las obras de Sade que levantó esa cólera cultural que lo llevó al ostracismo entre sus contemporáneos? Tal vez la respuesta nos las brinda el propio Marqués cuando deja muy claro: «Que quienes creen en esa moral, vegetan en la bajeza que los envilece. Para ellos no están escritas estas páginas».
El marqués atacó siempre que pudo los principios y costumbres de una sociedad hipócrita que censuraba lo que consideraba sórdido, pero que a la vez, se sentía irremediablemente atraída por lo prohibido. Con La filosofía del tocador esa necesidad del desgarro social y el ataque a la ética frágil, se hizo aún más evidente. Era una época que caricaturizaba y dogmatizaba la sexualidad en una fórmula simple de convenciones sociales agobiantes: la Francia del marqués de sade, justo antes de las revueltas que dieron paso a la Revolución Francesa, fueron tiempos ambiguos, de subterfugios y reflexiones incompletas. La mujer y el hombre cumplían un rol social rígido, carente de verdadera dimensión y parecían formar parte de una concepción cultural tan severa como insustancial. No asombra por tanto el asombro y después genuino horror que despertaron las obras del marqués de Sade, escritas desde su celda de la Bastilla.
El marqués escribía para escandalizar, pero aún más, para sacudir esos elementos que se consideraban incontestables dentro de la sociedad que rechazaba y que a su vez, le atraía. Su prosa egoísta, directa, violenta y transgresora, sorprendió a sus contemporáneos pero también, sentó las bases de una reinvención del mito de escritor maldito, del que escribe como liberación, del que se enfrenta a la sociedad a la que pertenece. Para entonces, Francia ya era célebre por ser la cuna de los llamados écrivains maudits: Villon, Baudelaire, Verlaine; y no obstante, el mérito de Sade es la de ser revolucionario y apóstata en una época de ruptura. Con su reaccionaria necesidad de enfrentarse a lo establecido, a lo normal y lo aceptable, el marqués creó un nuevo tipo de expresión formal de la literatura. O mejor dicho la reinventó, para un nueva época que había olvidado a los Cirenaicos de la Antigua Grecia y su interpretación del mundo como el cultivo del placer.
Los libros del marqués, con sus trepidantes escenas sexuales, sus marcada y evidente necesidad de destruir lo meramente simbólico y sustituirlo con opinión, le hicieron una figura que trascendió lo puramente anecdótico para convertirse en icono de la revolución de las ideas.
No obstante, Sade no asumió jamás su visión como estrictamente revisionista: siempre dejó claro que escribía por el mero placer de utilizar las palabras como armas contra una cultura obsoleta. A diferencia de obras como Fanny Hill de John Cleland (1750) donde aún hay evidencias de esa necesidad de respetar lo socialmente aceptable como límite para la disgregación moral, Sade va más allá: redescubre la sociedad moralista desde la óptica del que sufre sus rigores, del que teme y le preocupa su visión incidental con respecto a lo cultural. Y más allá, Sade simplemente ataca la moral y las leyes que censura, que reprimen y limitan. Lo hace comprobando sus grietas, lo desigual de esa percepción de la justicia, el orden, la estructura misma de la sociedad. Lo hace a través de la oposición frontal a ese aparato de lo que la cultura considera indispensable. Y lo hace a través del sexo, esa visión del hombre carente de todo refinamiento. La carnalidad como expresión del yo, esa extravagante visión del sexo como filosofía y destrucción de todo valor.
¿La filosofía del libertinaje? Tal vez sea algo más elemental: una controversia que genera rechazo y también, una desmitificación de lo que asumimos culturalmente ineludible. No cuesta mucho imaginar al llamado Divino marqués describiendo orgías imposibles, encerrado en su celda de piedra y encontrando en las escenas, en la necesidad pendenciera y sublime de provocar, una manera de crear.
Un símbolo del poder del hombre para enfrentarse así mismo, o en palabras del propio marqués: «solo cuando lo sacrifica todo a la voluptuosidad, el desdichado individuo que llaman hombre, y a quien han arrojado a este triste universo a pesar suyo, puede llegar a sembrar algunas rosas sobre las espinas de la vida».
Para Sade, aristócrata con aspiraciones políticas, el sexo —el escándalo, que en su caso son la misma cosa— funciona como una expresión elemental sobre la capacidad de la literatura para la provocación.
El sadismo, comenzó a tomar protagonismo cuando Sade se vio envuelto en otro escándalo denominado el caso de Marsella en 1772. Aquí, fue acusado de haber envenenado a varias prostitutas tras una orgía con un afrodisíaco denominado la mosca española. Este afrodisíaco aún es vendido en el mundo.