Como a los entrenadores, a Jorge Enrique Vélez lo contrataron por bueno en Dimayor, con arrebatado entusiasmo, y lo echaron por malo. Lo despidieron sin honores, días después de ser ratificado, por «amplia mayoría».
No le dieron indemnización. Le pagaron su silencio… o su encubrimiento.
Se marchó por incómodo para los intereses de muchos clubes, que nunca ocultaron su malestar; porque su discurso no lo respaldó con acciones confiables y por su actitud politiquera, con promesas no cumplidas.
Su gestión, ni por el fútbol, ni para el fútbol. Su desparpajo al hablar con espíritu impetuoso y conflictivo, lo alejaron del camino ideal para sobrevivir a la pandemia futbolera.
Murió, en su cargo, sin vacuna salvadora y alejado de sus amigos, algunos de los cuales le dieron la espalda en su «funeral como dirigente de Dimayor».
Dejó en el camino un saldo de perdedores, entre ellos Jesurum quien nunca lo identificó, pese a la cercanía, como su amigo o su adversario.
También aquellos que lo recomendaron, lo posesionaron y lo respaldaron, así hoy saquen pecho adheridos a los ganadores, con unidad de intenciones.
No consiguió, como lo había prometido, el velado objetivo de interceder con los amigos de su partido político, a desenredar, a favor, los cuestionamientos jurídicos de sus colegas.
Con su salida no terminan los problemas del fútbol, simplemente entran en tenso sosiego en las trincheras de los dirigentes enfrentados.