Esteban Jaramillo Osorio
El ambiente del fútbol se agita por la enésima resurrección de James Rodríguez, que no lo catapulta aún al escalafón de los mejores, del que salió hace un tiempo por su intermitencia.
El placer, al ver su juego, es incomparable, gane o pierda su equipo.
Toca la pelota con clase, infiere en rendimiento y resultados del Everton, activa la proyección de sus compañeros, encuentra pases imposibles y allana el camino para los goles, de los que es autor directo o indirecto. Es un asistente de lujo.
En su resurgimiento, siempre esperado, se escuchan elogios con admiración efusiva de compañeros y rivales.
Sus características escasean en el fútbol actual, por la predilección al músculo, a la dinámica desenfrenada para ganar y no para jugar y divertir. Un ejemplo la final de la Libertadores.
Algo va del fútbol riñón al fútbol Corazón.
Cuando actúa, es referencia inevitable. Es el futbolista a seguir por su precisión, efectividad y golpeo alucinante.
Siempre se ha dicho que James ha sido, en sus ascensos y caídas, víctima de sí mismo y de los camerinos, donde predominan las deslealtades con silencios, las versiones reales o tergiversadas y el autoritarismo de los técnicos.
En ocasiones, su vida futbolera ha estado bajo el dominio de la incertidumbre. Quizás las noches, los lujos, las mujeres bellas, la farándula o la vida fácil. Pero en sus piernas tiene un tesoro de valor incalculable.
Por épocas llama la atención alejado de la pelota, aunque no propicia escándalos por borracheras, peleas callejeras, infidelidades, o huidas sin permiso, tan comunes en algunas estrellas.
Pero, cuando toma la batuta de su vida en las canchas, es un jugador con clase indiscutible.