Pintura alusiva al genocidio español contra las comunidades indígenas.
Gerney Ríos González
No son pequeñas las atrocidades y genocidios cometidos por los conquistadores españoles en tierras de centro y sur de América. La toma de México por Hernán Cortés y sus marinos está signada por la sangre de miles de indígenas cazados como animales por perros adiestrados; eran desmembrados, cegados, quemados en grandes piras, amarrados de pies y manos.
El exterminio en la Gran Colombia y sur de América no fue menos cruel: en busca de los tesoros en oro, los invasores no tuvieron escrúpulos para aniquilar la raza. Se llegó a preguntar si los indígenas tenían alma y la consulta llegó a la Santa Sede en Roma. En esta invasión conquistadora las tribus cayeron exterminadas a plomo de mosquetes y puntas de espadas y lanzas. Las piras ardían en la noche con miles de víctimas maniatadas. Los perros devoraban niños e indoamericanos adultos. Muchos sacerdotes elevaron la voz angustiada a los reyes de España, pero las distancias no frenaron jamás el genocidio histórico.
Sabios son los mensajes de los jefes indios a varios presidentes de Estados Unidos, defendiendo sus dominios, reclamando sus legítimos derechos. Recordemos el supremo mensaje del Gran Jefe Seattle en 1855 en carta dirigida al presidente Franklin K. Pierce, cuando éste propuso en 1854 a la tribu Swamish, del Estado de Washington, la compra de sus tierras:
«El gran jefe de Washington manda palabras, quiere comprar nuestras tierras. El gran jefe también manda palabras de amistad y bienaventuranza. Esto es amable de su parte, puesto que nosotros sabemos que él tiene muy poca necesidad de nuestra amistad. Pero tendremos en cuenta su oferta, porque estamos seguros de que, si no obramos así, el hombre blanco vendrá con sus pistolas y tomará nuestras tierras. El gran jefe de Washington puede contar con la palabra del gran jefe Seattle, como pueden nuestros hermanos blancos contar con el retorno de las estaciones. Mis palabras son como las estrellas, nada ocultan. ¿Cómo se puede comprar o vender el firmamento, ni aún el calor de la tierra? Dicha idea nos es desconocida. Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas. ¿Cómo podrán ustedes comprarlos? Cada parcela de esta tierra es sagrada para mi pueblo, cada brillante mata de pino, cada grano de arena en las playas, cada gota de rocío en los bosques, cada altozano y hasta el sonido de cada insecto es sagrado a la memoria y al pasado de mi pueblo.
La savia que circula por las venas de los árboles lleva consigo las memorias de los Pieles Rojas. Los muertos del hombre blanco olvidan su país de origen cuando emprenden sus paseos entre las estrellas; en cambio nuestros muertos nunca pueden olvidar esta bondadosa tierra, puesto que es la madre de los Pieles Rojas.
Somos parte de la tierra y, asimismo, ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el venado, el caballo, la gran águila; éstos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia.
Por todo ello cuando el gran Jefe de Washington nos envía el mensaje de que quiere comprar nuestras tierras, nos está pidiendo demasiado. También el gran Jefe nos dice que nos reservará un lugar en el que podamos vivir confortablemente entre nosotros. Él se convertirá en nuestro padre y nosotros en sus hijos.
Por ello, consideramos su oferta de comprar nuestras tierras. Ello no es fácil ya que esta tierra es sagrada para nosotros. El agua cristalina que corre por ríos y arroyuelos no es solamente el agua sino también representa la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos tierras, deben recordar que es sagrada y a la vez deben enseñar a sus hijos que es sagrada y que cada reflejo fantasmagórico en las claras aguas de los lagos cuenta los sucesos y memorias de las vidas de nuestras gentes.
El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre. Los ríos son nuestros hermanos y sacian nuestra sed, son portadores de nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos nuestras tierras ustedes deben recordar y enseñar a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos y también lo son suyos y, por tanto, deben tratarlos con la misma dulzura con que se trata a un hermano.
Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. Él no sabe distinguir entre un pedazo de tierra y otro, ya que es un extraño que llega de noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga y una vez conquistada sigue su camino, dejando atrás la tumba de sus padres sin importarle. Les secuestra la tierra a sus hijos. Tampoco le importa. Tanto la tumba de sus padres como el patrimonio de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el firmamento, como objetos que se compran, se explotan y se venden como ovejas o cuentas de colores. Su apetito devorará la tierra dejando atrás sólo un desierto.
No sé, pero nuestro modo de vida es diferente al de ustedes. La sola vista de sus ciudades apena los ojos de piel roja. Pero quizá sea porque el Piel Roja, es un salvaje y no comprende nada. No existe un lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ni hay sitio donde escuchar cómo se abren las hojas de los árboles en primavera o como aletean los insectos. Pero quizás también esto debe ser porque soy un salvaje que no comprende nada. El ruido parece insultar nuestros oídos. Y, después de todo, ¿para qué sirve la vida si el hombre no puede escuchar el grito solitario del chotacabras ni las discusiones nocturnas de las ranas al borde de un estanque? Soy un Piel Roja y nada entiendo. Nosotros preferimos el suave susurro del viento sobre la superficie de un estanque, así como el olor de ese mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado con aromas de pinos.
El aire tiene un valor inestimable para el Piel Roja ya que todos los seres comparten un mismo aliento- la bestia, el árbol, el hombre-, todos respiramos el mismo aire. El hombre blanco no parece consciente del aire que respira; como un moribundo que agoniza durante muchos días es insensible al hedor. Pero si les vendemos nuestras tierras deben recordar que el aire no es inestimable, que el aire comparte su espíritu con la vida que sostiene. El viento que dio a nuestros abuelos el primer soplo de vida, también recibe sus últimos suspiros. Y si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben conservarlas como cosa aparte y sagrada, como un lugar donde hasta el hombre blanco pueda saborear el viento perfumado por las flores de las praderas.
Por ello consideramos su oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, yo pondré condiciones. El hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos. Soy un salvaje y no comprendo otro modo de vida. He visto a miles de búfalos pudriéndose en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo como una máquina humeante puede importar más que el búfalo al cual nosotros matamos sólo para sobrevivir.
¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos fueran exterminados, el hombre también moriría de una gran soledad espiritual; porque lo que les suceda a los animales también le sucederá al hombre. Todo va enlazado. Deben enseñarles a sus hijos que el suelo que pisan son las cenizas de nuestros abuelos. Inculquen a sus hijos que la tierra está enriquecida con las vidas de nuestros semejantes a fin de que sepan respetarla. Enseñen a sus hijos que nosotros hemos enseñado a todos los nuestros que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra les ocurrirá a los hijos de la tierra. Si los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos. Esto sabemos: La tierra no pertenece al hombre; el hombre pertenece a la tierra. Esto sabemos, todo va enlazado, como la sangre que une a una familia. Todo va enlazado. Todo lo que le ocurra a la tierra, les ocurrirá a los hijos de la tierra.
El hombre no tejió la trama de la vida; él es sólo un hijo. Lo que hace con la trama se lo hace a sí mismo. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, no queda exento del destino común. Después de todo, quizás seamos hermanos. Ya veremos.
Sabemos una cosa que quizás el hombre blanco descubra un día: nuestro Dios es el mismo Dios. Ustedes pueden pensar ahora que Él les pertenece lo mismo que desea que nuestras tierras les pertenezcan; pero no es así. Él es el Dios de los hombres y su compasión se comparte por igual entre el Piel Roja y el hombre blanco.
Esta tierra tiene un valor inestimable para Él y si se daña se provocaría la ira del Creador. También los blancos se extinguirán, quizás antes que las demás tribus. Contaminen sus lechos y una noche perecerán ahogados en sus propios residuos. Pero ustedes caminarán hacia su destrucción rodeados de gloria, inspirados por la fuerza del Dios que los trajo a esta tierra y que por algún designio especial les dio dominio sobre ella y sobre el Piel Roja.
Ese destino es un misterio para nosotros, pues no entendemos porqué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje de las exuberantes colinas con cables parlantes. «¿Dónde está el matorral? Destruido. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Termina la vida y empieza la supervivencia».
La historia enseña las notas dirigidas por los aborígenes al gobierno del Estado de Georgia, reclamando la heredad y sus legítimos derechos: «cuando nuestros antepasados llegaron a nuestras orillas»-, decía el mensaje en noviembre de 1828-, «el hombre rojo era fuerte y aunque ignorante y salvaje, los recibió con bondad y les permitió posar sus pies entumecidos sobre la tierra seca. Nuestros padres y los vuestros se dieron la mano en señal de amistad y vivieron en paz. Todo cuanto pidió el hombre blanco para satisfacer sus necesidades, el indio se apresuró a conceder. El indio era entonces el dueño de todo y el hombre blanco el que suplicaba». Hoy la escena ha cambiado; la fuerza del hombre rojo se ha convertido en debilidad.
A medida que sus enemigos crecían, su poder disminuye más y más; y ahora de tantas tribus poderosas como cubrían la superficie de lo que se llama Estados Unidos, apenas quedan unas cuantas que se han librado del desastre universal. Las tribus del norte tan renombradas antaño entre nosotros por su poderío, casi han desaparecido. Tal ha sido el destino del hombre rojo en América. Hemos aquí a los últimos de nuestra raza. ¿Acaso debemos morir?».
El genocidio de los indígenas se registra en la actualidad por parte de fuerzas oscuras que se encuentran al servicio de la criminalidad con el propósito de apoderarse de sus tierras.