James Rodriguez , volvió a la selección Colombia
Esteban Jaramillo Osorio
La ilusión de ganarle a Brasil, tuvo la equivalencia a comer pescado con espinas. Siempre se saborea, pero a veces es inevitable que una de ellas se clave en la garganta, en un momento de descuido. El gol de Paquetá, previa elaboración a un toque, fue de lujo…y, como la espina, doloroso.
El luchado empate, se malogró por las ausencias, las suspensiones, los temores a la inhabilitación por acumulación de tarjetas, las lesiones o la inconsistencia e irregularidad en el juego, que condicionan el rendimiento.
Reinaldo Rueda armó un rompecabezas, como lo hace fecha tras fecha porque no encuentra el equipo. No se lo permiten las circunstancias.
James fue noticia. Pero no será fácil para él encontrarse a sí mismo. Es exigente el ojo crítico de los aficionados.
Poco tuvo para aportar, pero verlo con la camiseta de la selección fue un estímulo para su regreso a la élite de la competencia.
Su cacareado retorno, efervescente como una coca cola, no tuvo brillo ni influencia.
Terminó insípido como un flan sin azúcar.
Su ingreso, en la intensidad de un partido que a esa altura se peleaba y poco se jugaba, frente a un árbitro tembloroso, tolerante ante la indisciplina, arrollado y manoseado por el altanero Neymar, no resultó auspicioso.
No era el momento para recurrir a él, como la fórmula salvadora. A veces un deseo domina la sensatez.
James afrontó los 20 minutos concedidos, sin controles influyentes e incisivos, sin regates, asistencias, ni disparos a la portería, como muchos esperaban.
Sus caderas no fueron efectivas. Tampoco lo fueron las de Cuadrado y Díaz, pese a sus aisladas cercanías al gol, que elevaron la temperatura y carecieron de puntería, como aquel intento de Zapata.
Siempre Barrios u Ospina, a veces Lerma, esta vez Yairo, los soportes.
El auspicioso primer tiempo, que desarmó a Brasil, se hizo irrepetible en el segundo por la desaparición de los soportes futbolísticos. El atrevimiento fue relevado por la especulación y el sufrimiento.
Cederle el balón, los espacios y la iniciativa, a tan encopetado rival, fue un suicidio. Ya había ocurrido.
Sabe Reinaldo, alejado de protagonismos vanidosos, común en los entrenadores, con el reflejo del sufrimiento en su rostro demacrado, que perder ante Brasil es un accidente, repetido por décadas, lo que no puede alterar los planes para llegar al mundial.
Lo único imposible es no pelear por un objetivo.