Monumento a los Héroes de la Batalla de la Humareda, ubicado frente al atrio de la catedral Nuestra Señora de la Candelaria en El Banco (Magdalena)
Gerney Ríos González
Terminada la sangrienta guerra civil de 1885 con la batalla de La Humareda, un hito que parte en dos la historia política y económica del siglo XIX, conflicto iniciado por los Radicales en contra del gobierno de Rafael Wenceslao Núñez Moledo, una vez consolidados los proyectos de reforma constitucional y de concordato, por segunda vez en sus numerosos mandatos, el 7 de agosto de 1888, el presidente Núñez renunció voluntariamente al poder para radicarse en Cartagena; en esta ocasión asumió el gobierno Carlos Holguín Mallarino, un abogado, empresario, diplomático, periodista y militar, nacido en Nóvita, Chocó, vinculado al Partido Nacional, de carácter rígidamente conservador, quien ejerció la primera magistratura en su condición de designado de 1888 a 1892.
Durante las dos décadas influenciadas por los principios de la Regeneración, correspondientes al último período presidencial ejercido por Núñez, los cuatro años del mandato del designado Carlos Holguín y los ejercidos por el periodista, escritor, humanista, filólogo y político, Miguel Antonio José Zoilo Cayetano Andrés Avelino de las Mercedes Caro Tobar, reconocido como Miguel Antonio Caro, presidente de Colombia, entre 1892 a 1898 y vicepresidente de 1892 a 1894, más los seis perdidos en la Guerra de los Mil Días y su dolorosa posguerra en manos de débiles presidentes escogidos por el dedo de Caro, los proyectos de las principales carrileras iniciadas antes de 1884 transcurrieron en propuestas, contratos fallidos, traspasos entre contratistas, cancelaciones, debates públicos, pleitos, endeudamientos innecesarios y pérdida de intereses. Como dijese el presidente, escritor, periodista, humanista, político y poeta José Manuel Marroquín Ricaurte, “El Señor de Yerbabuena”, ejercitando su amena pluma en su infantil verso La Perrilla, mientras el país soportaba la más tremenda debacle:
Y aunque gastan todo el día
En paradas, idas, vueltas,
Y carreras y revueltas,
Es vana tanta porfía.
J.M. Marroquín, dividió la enseñanza oficial en primaria, secundaria, profesional, artística e industrial. Recordado en la historia por la entrega de Panamá, hecho ocurrido el 3 de noviembre de 1903, como consecuencia de la fatídica Guerra de los Mil Días y la intervención de los Estados Unidos, en el cual se proclamó el nacimiento de la República de Panamá, anteriormente un departamento de Colombia.
En ese largo período se tendieron sólo 59 km, en las tres principales obras del país:18 en Girardot, 23 en Antioquia, 18 en el Pacífico a pesar de los cuatro contratos firmados con indeseables “empresarios”, y ninguno en el de Puerto Wilches por parte de diez contratistas fallidos, mientras los cortos tramos construidos y sus equipos se deterioraban por la acción del clima y de las guerras.
Los 16 kilómetros del Ferrocarril de Cúcuta hacia la frontera se adelantaron por una entidad privada creada por empresarios de filiación Radical, la cual no tuvo ninguna ayuda del gobierno, sino más bien cruentas persecuciones por sus apegos doctrinarios, como fue la confiscación de la organización en dos oportunidades. De igual manera los 30 km, del ferrocarril del Sur y los 35 km, de la Sabana se llevaron a cabo sin mayor intervención del gobierno central, y el avance de los 17 km, en el Ferrocarril del Tolima fue obstaculizado al contratista Tanco por todos los medios al alcance de la burocracia.
Y ¿Qué decir de la actitud del gobierno de Carlos Holguín frente al contrato del ferrocarril de Bogotá a Zipaquirá y su continuación hacia el norte? A los contratistas Fonnegra y Urdaneta, influyentes amigos del régimen, se le concedieron toda clase de prebendas, favoritismo que condujo a la construcción de un ferrocarril de bajas especificaciones que tomó más de treinta años para avanzar 62 kilómetros por terreno plano y demandó unas inversiones tres veces superiores a lo que debió haber costado, dineros que a la larga y de manera inexplicable, salieron del erario público.
No ha dejado de resonar en los oídos de quienes anhelan el adelanto material del país, la actitud despótica del gobierno de Holguín Mallarino cuando rompió el contrato del ferrocarril de Girardot con el ingeniero civil de origen cubano, Francisco Javier Cisneros, después de estar perfeccionado, aduciendo razones sin fondo jurídico, sin reparar en el inmenso retraso que la orgullosa decisión causaría a una obra vital para la economía del país y colocando la nación al borde de un desventajoso pleito, que por fortuna, debido a la caballerosidad de Cisneros no se presentó.
También fue audaz la desautorización que su actuación significó para el general José Gregorio Rafael Reyes Prieto, inmediato colaborador de Holguín, la cual motivó su renuncia y la de los miembros de la junta investidos de poderes suficientes para firmar el contrato fallido. En reemplazo al ministro saliente se nombró a Leonardo Canal, otro general conservador de rígido temperamento castrense, verdadero gestor de la persecución contra F.J. Cisneros, quien no vaciló en confirmar la cancelación del contrato posiblemente como retaliación por la participación de éste en el Ferrocarril de Cúcuta, considerado como bastión revolucionario en contra del gobierno; la decisión habría de demorar la llegada del anhelado ferrocarril a la capital de la república más de 20 años, y los contratos que siguieron causaron enormes erogaciones al tesoro nacional, las que probablemente se hubiesen evitado aprovechando la experiencia de Cisneros. Si la credibilidad de los gobiernos colombianos se encontraba lesionada en los círculos financieros de Londres, el incumplimiento de este contrato, lesivo para el ingeniero cubano y para los inversionistas ingleses, habría de causar graves tropiezos, al espantar a los contratistas y capitalistas serios y abrir la puerta a personas inescrupulosas, atraídas sólo por la perspectiva de altos rendimientos monetarios.
En el momento que se canceló de manera arbitraria el contrato sin subsidios sobre el más importante y urgente ferrocarril de la nación, destinado a comunicar la capital con el río, se negoció apresuradamente con la firma holandesa H.E. Oving Jr y con Samuel B. McConnico un acuerdo de concesión con generosos subsidios sobre el ferrocarril de Cartagena paralelo al Canal del Dique. El presidente Núñez se había establecido en la casa del Cabrero conservando el poder por medio del telégrafo y del correo con sus áulicos de la capital. Aconsejable parecería para ellos coronarlo como el Mesías de su región, construyendo un muelle en la Bahía de Cartagena y un ferrocarril paralelo al canal para unir la bahía con el río Magdalena, así la vía acuática estuviese prestando un regular servicio de navegación, con el objeto de convertir a la Ciudad Heroica en puerto fluvial, en franca competencia con los servicios que ofrecía Barranquilla como puerto nacional e internacional, y en una urbe mejor dotada en infraestructura que la misma capital de la nación que continuaba empleando las cabalgaduras para comunicarse con el río.
A pesar de la Ley 62 de 1878 modificada el año siguiente, relacionada con el destino que debería darse a los dineros provenientes de la negociación de los subsidios del ferrocarril de Panamá, el primer segmento del ferrocarril de Girardot iniciado en 1880, se financió con bonos de deuda pública y no con los recursos ordenados por la Ley; la prolongación de la obra tampoco recibió fondos nacionales y se convirtió en la más escandalosa especulación con los bienes del Estado.
Los tres millones de pesos obtenidos en 1882 en el curioso acuerdo realizado con la aquiescencia de Núñez con los ingresos del ferrocarril de Panamá de los siguientes 27 años, dinero que sirvió para la fundación del Banco Nacional, tampoco ayudaron a la construcción de los ferrocarriles, sino que su abusivo manejo causó la gran crisis monetaria del final del siglo XIX y principios del siguiente. Con el producto de esta negociación y de las emisiones de moneda sin respaldo que siguieron, habrían de financiarse los ejércitos oficiales de las guerras del 85, del 95 y de los Mil Días.
La situación fiscal durante estos períodos llegó a una crisis extrema, pues según las palabras del presidente Núñez al Congreso el 28 de agosto de 1884: “El tesoro se encuentra gravado con la deuda enorme de dos millones de pesos; atrasado en varios meses el pago de los empleados, de los pensionados y de todos los servicios, con un déficit mensual superior a $ 100.000… Situación complicada por la mayor crisis industrial y monetaria que ha sufrido la república… Además, el gobierno se halla obligado a mantener la paz que se amenaza turbar…”. Fue debido a esta crisis que no se cumplió con el mandato legal y que los fondos apropiados a los ferrocarriles se dedicaran a gastos relacionados con el “mantenimiento de la paz”. Los dineros destinados a los ferrocarriles se gastaron en escopetas, por eso, a pesar de haber logrado conseguir inversión externa para el ferrocarril de Cartagena a Calamar, la Regeneración avanzó el tendido de la red férrea sólo 15 km por año, el promedio más bajo de todos los gobiernos de la historia, con el agravante de que las guerras destruyeron gran parte de lo realizado anteriormente.
Miguel Antonio Caro, baluarte de la Regeneración, fue un hombre de extraordinaria ilustración: filósofo, filólogo, gramático, traductor, políglota, gran orador, beato defensor de la iglesia, educador, moralista y cuántas cosas más. Su mandato de seis años, que históricamente empalma con los gobiernos de Manuel Antonio Sanclemente Sanclemente de 1898 a 1900 y José Manuel Marroquín Ricaurte de 1900 a 1904, en razón de la gran influencia que Caro ejerció sobre éstos detrás del trono como su patrocinador y jefe de la facción conservadora dominante, sobrellevan en sus hombros la responsabilidad de los más dolorosos episodios de la historia de Colombia: la Guerra de los Mil Días y la entrega de Panamá. A estos luctuosos sucesos debe añadírseles el retraso de los proyectos ferrocarrileros.
Contemplado desde la perspectiva del avance que debieron experimentar en su época las obras públicas, surge una pregunta: ¿De qué le valió al ilustre, Conspicuo, egregio, don Miguel Antonio Caro, tanta cultura e ilustración, si las decisiones del líder y del gobierno no condujeron al progreso de la nación, sino al retroceso y a la siembra del rencor? Luis López de Mesa contestó a su manera: “Al señor Caro sospecho que le faltaron conocimientos especiales, amplitud de criterio y serenidad de juicio. No quiso ver o no puedo ver el fondo bondadoso del alma humana, ni las contingencias que la perturban… Y tomó la actitud dogmática inflexible de otras edades, la Edad Media, sobre todo, y así no le fue dado entender oportunamente la evolución de la psicología, la evolución consecutiva del derecho, y la evolución correlativa de la política estatal, que ya entonces obraban en la mente de los hombres y en las instituciones de los pueblos”.
Don Miguel Antonio José Zoilo Cayetano Andrés Avelino de las Mercedes Caro Tobar, cuando filosofaba en las alturas de los cerros Monserrate y Guadalupe, respondía así mismo: la soberanía de Colombia a lontananza llega hasta donde mis ojos dominan distancias. El pensador bogotano sufría de ceguera parcial.