José Navia Lame
Por un instante creo estar alucinando. Es mediodía. El calor y la humedad aumentan entre los veintiún pasajeros de la lancha mientras nos adentramos en la Ciénaga Grande de Santa Marta. A lo lejos, aquella línea negra que hasta hace poco flotaba sobre las aguas mansas, como una ilusión óptica, comienza a deshacerse en miles de diminutos fragmentos alados. Algunos vuelan hacia el firmamento plomizo, otros pasan rasantes, como saetas, rozando el agua con sus alas. A veces, se zambullen y reaparecen en segundos con un pececillo brillante en el pico. Incluso, vi a dos de estos pájaros disputarse en pleno vuelo la pequeña presa.
—Son cormoranes— dice don Gabriel, el lanchero.
El espectáculo dura varios minutos. A babor y estribor. Desde proa se ve alzar vuelo a otros cientos de cormoranes espantados por la embarcación. Navegamos hacia Buenavista y Nueva Venecia, dos poblados palafitos que se levantan en medio de la Ciénaga Grande. En la lancha también viaja la directora y dos profesionales de Tulpa, la empresa de consultoría que trabaja con el Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras (Invemar), en un proyecto para el fortalecimiento del turismo de naturaleza. El cupo lo completan algunos jóvenes emprendedores turísticos de la comunidad, funcionarios de Invemar y representantes de fundaciones dedicadas a respaldar proyectos comunitarios.
Don Gabriel, el lanchero, acelera el motor 200 y dejamos atrás las nubes de cormoranes. Sin intrusos, las bandadas se posan de nuevo sobre las aguas dibujando aquella franja negra que confunde a los visitantes. Unos cuarenta minutos después aparecen en el horizonte las primeras viviendas de colores vivos levantadas sobre pilotes de madera en medio del agua. Es Buenavista, el poblado más chico. Aquí viven unas mil y pico y de personas. Las fachadas amarillas, rojas, verdes o azules espejean sobre las aguas de la ciénaga. Algunas manos trigueñas saludan desde los pórticos. La lancha atraviesa el pueblo por lo que sería la calle principal, rumbo a Nueva Venecia, el mayor de los caseríos y del que muchos colombianos oyeron hablar por primera vez hace veintitrés años, cuando un grupo paramilitar asesinó a 36 pescadores porque, según ellos, colaboraban con grupos insurgentes.
Lo mágico empieza en el cruce delirante entre las nubes de cormoranes
Ahora, unos cuantos jóvenes, apoyados por diversas entidades y líderes tradicionales intentan convertir a la Ciénaga de Santa Marta en un destino turístico de naturaleza. Tienen a su favor el espectáculo delirante de las aves endémicas y migratorias, además, del conocimiento de la cultura anfibia en la cual nacieron y la confianza para relacionarse con los habitantes de los caseríos. El puerto de donde salen las lanchas, además, está ubicado a una hora por carretera desde Santa Marta o Barranquilla.
Don Gabriel amarra la lancha en el pilote de una de las casas. Allí probamos el plátano con ogao y suero costeño. Enfrente, una mujer navega a canalete hacia la panadería. Un perro se da un chapuzón y dos niñas cruzan en una canoa de madera, el bien más preciado en este pueblo de pescadores.
Hay seis tipos de canoas, explica Edrulfo, quien las fabrica en miniatura con madera náufraga. Así les dice a los residuos de árboles que arrastra la corriente. La menor de las embarcaciones es la de hacer mandados. La llaman la ‘mandadera’ y también la usan para salir a vender arepa, bollo o fritos; la más grande es el bongoducto y sirve para traer agua dulce desde un caño de tierra adentro. La que les da de comer todos los días es la pescadora. Hay otras para transportar víveres y pescado.