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En Rusia: LA ARQUITECTURA SÍ TIENE SU PRECIO

Catedral de San Basilio (1555-1561), en la Plaza Toja de Moscú. 

 

 

 

María Angélica Aparicio P.

Estudiar a Rusia durante el siglo XIX –1800 a 1900– es visualizar a un país de grandes territorios, con montañas y llanuras, de fabulosas ciudades planeadas con orden, diseñadas con estética y dentro de un altísimo urbanismo.

Los zares de la dinastía Romanov –que gobernaron 300 años– se preocuparon por construir teatros, iglesias, escuelas de balé, hospitales, plazas y palacios de un gusto exquisito. Primero San Petersburgo y luego Moscú se convirtieron, bajo el reinado de Catalina II y Pedro I –apodado el Grande–, en el foco de interés de arquitectos e ingenieros tanto extranjeros como nacionales.

La ciudad de San Petersburgo –construida en 1703– quedó ubicada en el golfo de Finlandia. Pedro I revisó –de manera directa– minuciosa y repetidamente, los planos de esta futura ciudad. Desde muy joven, soñó con levantar aquí un laberinto de canales para semejarla a la ciudad de Ámsterdam, poblado que lo había cautivado cuando tuvo oportunidad de visitarlo. Así decidió que San Petersburgo sería la puerta de entrada al país ruso y una ciudad portuaria por excelencia. Para cumplir esos sueños, el zar Pedro I permitió utilizar el delta del río Neva. En estos terrenos acuíferos se levantaron más de sesenta canales que terminaron unidos con una red de puentes peatonales de distintos estilos arquitectónicos.

En los gobiernos de los zares Pedro I y Catalina II, San Petersburgo se fortaleció con hermosos edificios, que hoy hacen parte del ambicioso paquete turístico que se vende a los extranjeros. Quince joyas de buen gustillo se visitan a diario entre europeos y asiáticos. Siete de estas fueron concebidas por sus dirigentes como obras de incalculable valor: el palacio de invierno, la catedral de Kazán, el palacio de Peterhof, el palacio de Catalina. Todo un conjunto de creaciones para deleitar los ojos, para saborear el arte, para reflexionar sobre la conservación de lo que significa un legado histórico y arquitectónico.

Cuando San Petersburgo dejó de ser la capital de Rusia, el interés político, artístico y económico se volcó sobre Moscú. Transcurría entonces el año 1918. La revolución bolchevique acaba de pasar con su hecatombe y sus centenares de muertos. Dos años después –1922– la gran Moscú recibió el título de «capital soviética» y, desde entonces, comenzó su transformación –saltó de lo no estético al esplendor–. El famoso Kremlin, conocido como una simple fortaleza de madera, pasó a convertirse en un recinto de 27 hectáreas protegido por una muralla de piedra de 2.500 metros, adornada con torres separadas entre sí. En su interior se hallan palacios y plazas; catedrales de los siglos XV y XVI; el museo de la armería –hoy abierto al público– y el edificio del arsenal, levantado en los tiempos del zar Pedro el Grande.

Como parte de esta fortaleza –el Kremlin– se encuentra el campanario de Iván el Grande, inaugurado en el siglo XVI. Durante 400 años se consideró la obra más alta de Moscú. Hoy el campanario se compone de tres cuerpos de distinta altura cada uno, rematados en su parte superior por bellas cúpulas doradas, que brillan sobre las paredes de piedra blanca que las sostienen. A lo largo del recinto se descubre un conjunto de 21 campanas; la más curiosa e importante es aquella que pesa 64 toneladas. El campanario tiene un museo donde se realizan exhibiciones culturales y un mirador romántico –hoy patrimonio cultural–, muy en tono con las bellezas artísticas de Moscú.

Se hace difícil relacionar la infraestructura de la Federación Rusa –antes llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas– cuando este país –enamorado del arte–, ha descargado pasión y furia sobre Ucrania. Destruir iglesias, plazas, museos, restaurantes y puentes, es como hacer polvo los palacios rusos, el campanario de Iván, la plaza Roja, las catedrales ortodoxas de Moscú, la mansión de Demidov en la capital rusa, el actual Kremlin con sus murallas y torres. Aniquilar la arquitectura –es casi que–, reafirmar el regreso a la época de las cavernas, cuando el hombre concebía la caza, la recolección y la pesca como los únicos ejes sobre los cuales giraba el universo.

La arquitectura como arte tiene su costo. Asume el precio sagrado de recrear, relajar y maravillar emocionalmente al hombre; fija el precio de establecer vínculos y fortalecer la autoestima de los ciudadanos. Parte de nuestro orgullo –como comunidad y como seres humanos– es exhibir los edificios y los monumentos que se planean, diseñan, edifican y conservan, para deleite de los otros. Ahora que está de moda expandir el turismo con el fin de que el mundo globalizado observe, estudie, cuide y emprenda acciones defensivas frente a lo físico, genera zozobra tanto daño en Ucrania y en aquellos países que viven en el zarandeo de los conflictos armados.

Reconstruir las edificaciones que se vinieron abajo por culpa del enemigo, no tiene un ápice de inteligencia. Echar por tierra cúpulas, vitrales, techos, columnas, mosaicos, bajo el pretexto de expansiones territoriales, o por la causa que sea, conlleva a una pérdida de identidad y de historia muy alta para todos. ¿Cuántos años tardaron los romanos y los egipcios en levantar pirámides, caminos, acueductos, teatros y coliseos? Pareciera que ya no importa la arquitectura, ni el respeto al genio que imaginó la estación de un tren, o el interior de un museo para el desarrollo de una comunidad entera. Si todo se evalúa en términos de destrozo para acumular escombros, el futuro que nos espera son toneladas de ladrillos para reponer los patrimonios que alguna vez, no hace mucho, nos causaron conciencia, palpitaciones, e imborrables lágrimas de emoción y de encanto.

 Casa de los Sóviets San Petersburgo (1936-1941)