Vehículo Chrysler 1948 de color azul oscuro
Mauricio Salgado Castilla
Empacar el carro para un viaje de Bogotá a Cali con siete hijos es una hazaña en sí misma, más aún en el año 1960. El vehículo, un Chrysler 1948 de color azul oscuro, había atravesado varias veces la ruta reservada para los más intrépidos, la vía no estaba pavimentada y era común que vehículos de todo tipo patinaran en la greda amarilla que sigue siendo igual de resbaladiza con el tiempo.
El carro era perfecto para todos los nueve, especialmente porque mis dos hermanas menores eran bebés en aquel entonces, yo, un niño lleno de emociones, estaba entusiasmado por la aventura que íbamos a emprender.
A pesar del amplio maletero, este resultaba insuficiente para llevar todo lo necesario para el viaje, mi padre, con la ayuda de mis dos hermanos mayores, estaba terminando de cargar la canasta que se colocaba en el techo del carro.
Era una época en la que los viajes tenían una duración indeterminada, aunque el tráfico era escaso, la vía era una serie de curvas estrechas y era común encontrarse con derrumbes en el camino, lo que requería paciencia al esperar en fila detrás de los vehículos, en su mayoría camiones y buses, mientras las máquinas Caterpillar amarillas despejaban la vía.
Otro desafío importante era evitar el recalentamiento del carro, los sistemas de refrigeración de esa época estaban muy lejos de los circuitos cerrados que se utilizan hoy en día, muchos vehículos se detenían a un lado de la carretera mientras el vapor escapaba del radiador caliente, gracias a las numerosas quebradas que fluían entre las montañas se disponía del agua necesaria para enfriar el radiador y llenarlo nuevamente.
Ese día en particular, salimos con retraso debido a la necesidad de comprar medicamentos indispensables para mi madre, la visita a Bogotá era por razones de salud de ella, y como resultado de las citas médicas requería una operación, sin embargo, antes de someterse a ella, debía tomar un medicamento especial durante 30 días, lo que significaba que tendríamos que regresar a Bogotá.
Mientras mi padre terminaba de asegurar la carpa que protegería las maletas en la canasta, le dio $150 pesos a mi madre, para que comprara el medicamento en la droguería a dos cuadras, después de unos minutos, mi madre regresó con un inmenso cuadro de nuestro Señor, la gran pregunta de todos era de dónde había salido. Mi madre, con la determinación que siempre tuvo, explicó que había pasado frente a una marquetería que acaba de abrir y no pudo resistir preguntar por el cuadro que el marquetero estaba poniendo afuera, el dueño dijo que había decido sacarlo ese día, porque un señor había dejado la lámina hace varios meses para enmarcarla y nunca regresó y necesitaba dinero, por lo tanto, cobraría solo el valor del marco, a la pregunta obvia de mi madre de cuánto costaba, el marquetero respondió: $150.
El buen ánimo de mi padre, rara vez afectado, desapareció en ese momento, no solo había comprado un cuadro que no cabía en el ya atiborrado carro, sino que había gastado el dinero destinado a la medicina indispensable, a pesar de las lágrimas y súplicas de mi madre, mi papá ató el cuadro sobre la carpa sin ninguna protección y comenzamos el viaje. Después de más de una parada para calentar teteros en un reverbero de alcohol y aliviar la mareada de más de uno de nosotros, cruzamos el puente del río Magdalena y las cerradas curvas dieron espacio a los cultivos de algodón lleno de copos blancos, sorgo y arroz.
Cuando pasamos por Cajamarca y empezamos a subir la cordillera central, el barro hacía que patinamos, poco a poco se hizo evidente que no se podía seguir, mi papá, hábilmente, colocó cadenas de acero en las ruedas traseras, transformando nuestro carro de dos toneladas y media, en una especie de tractor que no patinaba en el barro.
La tormenta más terrible se manifestó, el rugido del motor fue opacado más de una vez por los truenos y las gotas que golpean con dureza el techo y los vidrios, mi mamá pedía entre llanto que paráramos para rescatar el cuadro y protegerlo, subimos lentamente hasta llegar al punto más alto de la línea, donde la lluvia de repente cesó.
A pocos kilómetros de allí, mi padre detuvo el carro cerca de una casona donde había varios camiones estacionados, bajó el cuadro pensando en botar lo que quedaba y para asombro de todos, la lámina estaba completamente intacta, no había la menor señal de humedad, mi papá conmovido lo puso debajo de la carpa.
Mi mamá con sus ojos brillantes y muy sonriente nos pidió chocolate caliente, que llegó en una inmensa taza de dos asas, con un delicioso queso blanco con arepa.
El cuadro se convirtió en una pieza central en nuestro hogar. Lo que nadie podía haber previsto era que mi madre no necesitaba la operación urgente y que nunca tomó los medicamentos que costaban $150 pesos.
A pesar de muchos otros desafíos por las carreteras colombianas, ese viaje de 1960, se convirtió en un recuerdo inolvidable para todos, una historia que se ha transmitido a lo largo de los años como un testimonio de la capacidad de asombrarse, de que todo puede ser posible, para enfrentar lo desconocido y superar obstáculos aparentemente insuperables.
La vieja carretera en el sector de La Línea