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LA LUCHA DE CHICO MENDES

Chico Mendes 

María Angélica Aparicio P.

Murió en plena lucha, agotado, convencido de que aún faltaba, por construir, una altísima montaña en derechos humanos. Como parte esencial de su combate, Francisco defendió la educación, la justicia y el trabajo honrado. Como algo nuevo y sobresaliente, acogió el respeto por la naturaleza, que se ahogaba con la implacable deforestación de los interesados, en el estado de Acre, en Brasil, en pleno siglo XX.

Desde que era un chicuelo, entendió que la pobreza de los suyos y la de sus vecinos era inconcebible, una situación malsana que había que cambiar. Pobreza en la falta de escuelas, pobreza en los salarios, pobreza en la explotación de que eran víctimas. Su padre lo bautizó como Francisco de Canindé. Sus compañeros y amigos –brasileños, canadienses y estadounidenses– lo conocerían, desde el momento en que lo vieron en su tierra natal, joven y firme, como Chico Mendes.

Desde los nueve años, Chico comenzó a trabajar en la zona de Brasil –sur del país– donde crecían, a borbotones, los árboles de caucho. Su padre lo metió en el mundo del látex, de su explotación, para venderlo como un insumo de alto valor. Siendo niño se volvió un “seringueiro” (cauchero), que era capaz de hacer ochenta cortes, al día, para sacar suficiente savia de los árboles. Su padre solía decirle que cada árbol de caucho se cortaba de manera diferente, particular, lo cual constituía un desafío enorme.

Chico vivía en la selva de un municipio atrasado, en Xapurí, territorio que, en alguna época pasada, perteneció a Bolivia. Brasil lo adquirió con la firma del tratado de Petrópolis. El municipio entró a ser parte del estado de Acre, que estaba cubierto por una exuberante selva con gran diversidad de fauna y flora. Su padre Francisco, su madre Iraci, su hijo Chico y sus hermanos –entre ellos Zuza y Raimundo– vivían en la selva de Xapurí entregados a la cauchería. Ocupaban una casa de madera diminuta, característica de las zonas caucheras de Brasil, conocidas como “seringales”.

El escritor español, Javier Moro, cuenta, en su libro “Senderos de Libertad”, que un teniente militar de Brasil, Euclides Fernández, conoció a Chico cuando éste tenía catorce años. Casi de inmediato, la empatía se hizo mutua, el entusiasmo de hallarse como profesor y alumno, también. Euclides se animó a preguntarle si quería alfabetizarse. Chico sonrió: su esperanza era leer y escribir; necesitaba borrar el hambre intelectual que acompañaba a todos los caucheros de Xapurí empezando por él mismo.

Un entusiasmado Fernández fue más allá: no solamente le enseñó las letras y los libros, le hizo comprender el poder que encerraban los números cuando se trataba de comprar y vender. Le dio a Chico una perspectiva del mundo: cómo era Brasil, cómo se configuraba América y sus alrededores marítimos. Le enseñó a pensar, a razonar. Lo puso a escuchar las noticias por un radio que guardaba y funcionaba a la perfección. En muchas ocasiones, debatieron juntos los sucesos que ocurrían en el centro de Brasil, lejos de ese mundo desconocido que era su selva.

Su amistad con la brasileña Mary Helena Allegretti, especializada en Ciencias Sociales, sería su otro bastón de apoyo, su otro alivio, para saltar a un contexto distinto y sacar de la ignorancia a muchos otros niños que, como él, no sabían lo básico: leer, escribir, sumar, restar, dividir y multiplicar. El aprendizaje le fue tan útil, que se convirtió en el máximo defensor de los derechos que tenía la naturaleza, los derechos que hoy, son tan reales como tangibles e irrefutables.

Las clases que recibía los fines de semana en cabeza de Euclides, hicieron que Chico conservara la idea de crear escuelas en medio de la selva que amaba. Habitada por culturas indígenas como los kayapó y por caucheros analfabetos, el emprendimiento lo llenaba de sueños. Mary Helena no se burló del descabellado asunto. Trabajó para hacerlo realidad. Muchos niños tuvieron la oportunidad de experimentar el fascinante universo del alfabeto y escribir, dentro de la compacta selva de Brasil, en portugués.

Su amiga Mary Helena le enseñó otras cosas de la vida: luchar por lo que era justo y sensato. En aquél momento, lo justo era denunciar los atropellos que se cometían contra la selva tropical de Brasil porque a modo de ver de Chico, el daño sería irreparable para el mundo, para los animales, la fauna, el hombre que habitaba el planeta. Su voz comenzó a sonar duro, fuerte, entre los caucheros que pensaban lo mismo, que comprobaban, en el diario vivir, que otros venían destruyendo los ecosistemas, sin importarles un céntimo los salvajes boquetes que abrían en la selva, y que hoy siguen sin repararse.

Chico llevaba años denunciando la extracción ilegal de madera y la construcción de carreteras en el espesor de la selva, que, bien sabían los pobladores de Acre, no hacía parte de una explotación respetuosa, sostenible, de la naturaleza. Era, más bien, el despeñadero para favorecer más rápido la destrucción del bosque tropical y alimentar los bolsillos personales de los ambiciosos.

Ese hombre de bigote espeso y piel achocolatada que hablaba con determinación, habría sido un articulador ideal en nuestro COP16. Chico estaría a su altura: sería espléndido por sus conocimientos teóricos; sus vivencias, desde su nacimiento, en la selva; su liderazgo en pro de la conservación del mundo biodiverso de Brasil. Su presencia habría servido para comprobar en qué punto del camino se hallan las 23 metas del COP15, especialmente en su país natal. Pero perdió su vida cuando menos lo esperaba su gente: la de Xapurí.

Chico Mendes murió a manos de sus enemigos, –momentos difíciles descritos por Javier Moro– un año después de recibir el premio Global 500 de la ONU. Silenciaron su voz para siempre, como ha sucedido con las voces que anuncian, sin desfallecer, lo que viene para el planeta en términos de hundimiento y supervivencia. Pronto cumplirá cuarenta años de ver el mundo desde arriba. ¿Qué pensará ahora de toda esta naturaleza global resentida?