Ozziel Baena Mejía
Antonio Valencia Salazar
El 6 de junio /24 había escalado la cima existencial de los 80 años de una vida fructífera, signada por las virtudes morales que le inculcaron sus padres, el laureado poeta, escritor y periodista Jairo Baena Quintero y su abnegada madre Melbita Mejía, patriarcas de Montenegro, Quindío, familia que honra la tradición de gentes buenas en esa tierra privilegiada del universo mundo que enriquece la historia patria.
Ozziel Baena Mejía entregó el 12 de julio anterior a la voracidad de la madre tierra, su cuerpo inerte que en vida fue depósito sagrado de emociones sanas en tiempos de niñez y después, urna de reflexiones filosóficas frente al misterio insondable. Así formó su hogar con Martha Lucía Santa y luego en «el camino de la vida», sus hijos Paulo Andrés, Juan Carlos, Alejandro y Melba María Andrea, a quienes orientó con ética para honrosas profesiones y menesteres.
El amigo fraterno y leal en media centuria, coronó en la Esap su título de Administrador público y luego llegó a la Superbancaria Administrativa – Cecora; pasó al National First City Bank, para ser funcionario después en el Hotel Tequendama. Gozaba pues de una merecida jubilación en el sector privado. Pero la vida real de Ozziel Baena Mejía estaba allí, sumergida en la bohemia noble y en el coloquio diario con los compañeros de la tertulia de café que tanto enseña, para el tránsito por los senderos de la existencia. Su voz en tono menor y una sonrisilla a flor de labio para celebrar algún gracejo de sus interlocutores, alumbraron siempre el claro cristal de las copas espirituosas en tantas noches de jolgorio etílico, tan inolvidables en estos momentos de recuerdos. Tenía Ozziel la certeza íntima no divulgada por su boca, que «esto no vale nada y el resto vale menos», como en el desesperanzado y angustioso canto de León de Greiff. En fin, que gozó de los ratos alegres y soportó los vaivenes de la humana razón del Ser, con los estremecimientos ciertos de su interior intelectual, que le venían a su sangre por herencia. Sabíamos también del hermano en la amistad imperecedera, que su sensibilidad se resentía ante la miseria del mundo y sus ignaros pasajeros sin bienes de fortuna, o el simple mendrugo de pan que casi nunca llega a la boca de los niños y los ancianos, hambrientos de justicia, carnes inocentes para las fauces de la miseria. De cierto, Baena Mejía que se adelantó en la partida postrera, fatigó su pensamiento en sus años altísimos e hizo realidad la dramática y tenebrosa sentencia de Descartes: «Pienso, luego existo».
Hecha ya cenizas su figura corporal, nos queda en el corazón la certeza de su vida sencilla, amigable, de servicio social, de amenas charlas y francos ademanes. Apasionado fue de los lacerantes gritos musicales de «la última Curda» de Cátulo Castillo y música de Aníbal Troilo que lo acompañó siempre desde 1956 cuando se estrenó el tango susodicho. Así, pudo tararear «lastima bandoneón, mi corazón tu ronca maldición maleva… tu lágrima de ron me lleva hasta el hondo bajo fondo donde el barro se subleva. ¡Ya sé, no me digás! ¡Tenés razón! ¡La vida es una herida absurda y es todo tan fugaz que es una curda, ¡nada más! Mi confesión».
Así, Ozziel Baena Mejía completó su periplo terrenal. Algo de nuestro corazón se ha llevado consigo en la hora final, pues que la vida de acuerdo con Cátulo Castillo y Troilo, «es una Curda» en la más cabal interpretación del «lunfardo». A sus hermanos, a su esposa, a sus hijos, nuestro dolor estremecido, sin posibilidades del olvido, mientras nos asistan los pródigos días luminosos de la Tierra.