El sol de la mañana bogotana apenas entibia la espalda curtida de Don Ramón, mientras acomoda su carretilla en la esquina de la Avenida Jiménez. A sus sesenta y tantos, cada arruga de su rostro cuenta historias de madrugones, de aguaceros inesperados que empapan su mercancía, de la competencia feroz por el mejor pedazo de andén. Hoy, como casi todos los días, ofrece aromáticas recién hechas, el humeante guarapo de panela que reconforta el frío capitalino y las bolsitas de chitos y galletas que calman el hambre de afán.
Su pregón, una melodía repetitiva pero familiar para los transeúntes, se mezcla con el rugir de los buses y el eco de las oficinas cercanas. Conoce los rostros de sus clientes habituales: el oficinista de corbata desajustada, la estudiante con su mochila a cuestas, la señora que pasea a su perro. Para cada uno tiene una sonrisa cansada pero sincera, una palabra amable, a veces hasta un consejo improvisado.
La jornada es una batalla constante contra el tiempo, contra la mirada esquiva de algunos policías, contra la incertidumbre de si logrará vender lo suficiente para llevar el sustento a su hogar. Pero en sus manos callosas, que manipulan con destreza los vasos y las monedas, se aferra la dignidad de un trabajador incansable, un eslabón silencioso pero vital en el bullicioso corazón de Bogotá. Al caer la tarde, cuando las luces de la ciudad empiezan a encenderse, Don Ramón recogerá su carretilla, dejando tras de sí el aroma dulce de la panela y la huella de un día más de lucha.

