Rodolfo Aicardi. Esperó muchas horas frente a la disquera para que lo escucharan.
Óscar Javier Ferreira Vanegas
Rindo tributo de admiración y aprecio a todos aquellos artistas soñadores, hijos de Euterpe, en este día dedicado a honrar a los compositores. Soy uno de esos forjadores que construyen sueños y escriben en el idioma universal del amor una canción.
Incomprendidos, a menudo relegados y desdeñados, cada compositor es un guerrero cuya armadura es la fe. Elegir el arte como profesión es un inicio difícil; incluso en el hogar se considera una labor irrentable y bohemia. Sin embargo, el corazón del artista traza su propio camino cuando, conmovido por la belleza, decide dar vida a una obra: una canción dedicada a la ninfa juvenil que aceleró sus latidos. El artista siente y ve con los ojos del alma.
El camino del creador está sembrado de abrojos, más la terquedad es nuestro sino. No hay fuerza capaz de detener nuestro andar. En mi caso, pasé más de un año persiguiendo al «mula rucia» Alfonso Ramírez, en la C.B.S., hasta que logré grabar. Con el tiempo, como muchos, me convertí en mi propio productor. Esta historia es común entre grandes artistas, verdaderos maestros de la resiliencia que, fruto de su persistencia, alcanzaron el triunfo.
Mientras la mayoría de las profesiones se rigen por un horario estricto, para el artista el tiempo se disuelve. La madrugada es compañera inseparable de muchos creadores. Leonardo pintaba a la luz de las velas, y Beethoven componía en la quietud de la noche. El tiempo no existe para el artista y el escritor; debe ser por la magia del silencio que les permite hablar consigo mismos, ver y escuchar la naturaleza que canta, ríe y sueña, desplegando su velo al amanecer. Dios no duerme, canta eternamente su «música de las esferas» y sostiene el universo con sus cuerdas armónicas.
La música es la voz de Dios. Aunque todos la oyen, solo el compositor logra escucharla y convertir cada arpegio en un sentimiento que se transmuta en melodía. A esto se suma el instrumento más bello que posee el ser humano: su voz, el maravilloso don infundido por Dios para expresar sentimientos. Y la voz no solo habla, sino que canta, encanta y conmueve. De hecho, todo el cuerpo es un instrumento musical: nuestras manos y pies fueron los primeros instrumentos de percusión, y la danza del cuerpo nos deleita. El cuerpo habla en su propio idioma cada día, y el bailarín y el actor descifran sus misterios.
Honor y gloria a los grandes maestros de la música mundial, y a nuestros creadores nacionales, que con su arte, ahínco y dedicación, escribieron el pentagrama de nuestra historia, con la pluma del amor, la fe y la esperanza. Un gran aplauso a todos los compositores y artistas del mundo.
Y a SAYCO, Sociedad de Autores y Compositores, nuestra casa, que desde hace 79 años defiende con nobleza los intereses de los creadores de la música. Que Dios nos guarde siempre y nos ilumine para seguir creando la música del amor.


