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DRAMA DEL DESEMPLEO

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La mujer cabeza de familia vive un drama como consecuencia del desempleo.

 

El drama de Angie Marcela y de los millares de desempleados en Colombia

Fernando Alexis Jiménez

Santiago de Cali

Angie Marcela Montoya murió. Tenía 25 años. Era madre de dos pequeños, uno de 7 años y otro de 4.. Jugaba fútbol en un equipo de la cuadra, en una larga sucesión de casas que se sostienen a duras penas venciendo la fuerza de gravedad, en Navarro. Su muerte se produjo porque tenía el 95 % de su cuerpo quemado. Sufrió un accidente en la polvorería que estalló, y dejó otros tres heridos. Justo esa semana se incorporó a la elaboración de estrellitas de Navidad. Le dijo a su familia que apenas sería por unos pocos días, en tanto reunía la plata necesaria para comprar unos guayos profesionales. «Es que los tennis ya se me rompieron y no puedo jugar bien», les dijo.

Angie Marcela no tenía vinculación formal a ninguna EPS, ni ARL, ni nada. Y para enterrarla, los vecinos debieron decidir si salir casa a casa para pedir dinero para comprar el ataúd y un lotecito en el cementerio; o vender el televisor, la estufa y un equipo de sonido viejo que parecía una fritanga cuando lo prendían debido a las interferencias de las señales de radio y de la estática, en una serie de ranchos donde los cables de energía se entrecruzan en un malabarismo diario por sobrevivir a la pobreza.

Sí, el nombre Angie Marcela quizá no le suene familiar porque fue una de las tantas notas que aparecieron en los diarios y noticieros de televisión. Pero el drama que vivió es real. Caleña, entusiasta, le gustaba la música de Ricardo Arjona y ver telenovelas; y ya estaba pensando cómo reunir unos pesos para comprarles ropa y zapatos a sus dos hijitos para Navidad. Y murió. Con ella se murieron sus sueños, el futuro que luce incierto para los dos chicos que dejó huérfanos y el dolor de una madre que no entiende por qué su hija tenía que empecinarse en comprarse zapatos de fútbol y ponerse a preparar pólvora para reunir el dinero necesario.

Angie Marcela Montoya era una trabajadora informal, como hay en Colombia alrededor de 15 millones de compatriotas que leponen la «trampa al centavo». Venden mercancía, minutos a celular en la calle, arepas cerca de la Gobernación, lapiceros a tres por dos mil pesos, o dulces junto al semáforo. Tampoco tienen EPS, ARL ni primas, incentivos laborales, contrato, cesantías, pensión ni ninguna garantía.

Altos índices de desempleo

De acuerdo con el DANE la desocupación este año es del orden del 11.1 %. Para que lo llevemos a un plano práctico: por cada cien personas que ve usted diariamente, doce de ellas no tienen trabajo, están repartiendo hojas de vida, le piden a Dios no enfermarse porque no tienen ni para pagar la consulta y menos para los medicamentos, y, generalmente, usan aguas de hierbas para paliar alguna dolencia. Personalmente, creo que esa cifra es mentirosa, que son muchos más los desempleados.

Los economistas del DANE vaticinan que octubre, noviembre y diciembre serán buenos porque se generará empleo. Así las cosas, el anuncio luce alentador. Pero no dicen cuál es la otra cara de la moneda: los últimos tres meses de cada año se mueve la economía, pero no la formal sino la informal. ¿La razón?  Don Luis elabora pólvora, doña Luciana hace arreglos de Navidad, doña Mariana se esmera en ofrecer pesebres y don Arquímedes viaja a Ecuador a comprar ropa en Tulcán, que vende en las aceras.

Sí, se genera una economía, pero economía de miseria, frágil y maquillada. Luis, Luciana, Mariana y Arquímedes tienen algo en común con nosotros: son colombianos; lo que nos diferencia de ellos es que no tienen ninguna garantía de trabajo, y pasada la natilla y los buñuelos, los villancicos y la cena del 31 de diciembre se levantarán el 1 de enero preguntándose: «Y ahora, ¿qué vamos a hacer?».

Y el presidente Santos sale en televisión a decir que disminuyó el desempleo. Y sus frases cuidadosamente elaboradas por un equipo de publicistas en el Palacio de Nariño, se convierten en titulares de primera página en los diarios o noticieros de televisión. Pero la realidad se enmascara, se adorna, se anestesia: Colombia, Venezuela y Argentina son los países con mayor desempleo en Latinoamérica. Colombia, por supuesto, se encuentra a la cabeza. Eso no lo dice el presidente ni lo comentan los medios de comunicación. Y todos pareciera que ya nos acostumbramos a que nos «doren la píldora» y nos muestren la prosperidad de un país en el que cada día hay más pobres.

Realidad

La realidad está allí, latente, cuando salimos a las calles. No podemos ignorarla. Quien se acerca a vendernos un dulce, o quienes tienden un plástico en un andén para vender sus «mercaderías», no son datos estadísticos, son hombres y mujeres que viven el drama del desempleo, que tienen familias igualmente condenadas a la pobreza, que tienen hijos frustrados porque terminaron el bachillerato y no pudieron seguir una carrera profesional. Ellos son reales, sus dramas son reales y se convierten en la razón de ser para seguir soñando con una Colombia justa, con igualdad de oportunidades.

Podría aquí seguir escribiendo líneas y utilizar un tinte izquierdoso, hablarles de oligarquía, de explotación, de neoliberalismo y más. Pero esas palabras no impactan tanto como la realidad que nos rodea, a la que no podemos sustraernos; la misma realidad que nos debe llevar a despertar el sentimiento de solidaridad y a no renunciar al anhelo de que un día ─muy lejano quizá ─ no haya compatriotas vendiendo dulces junto a los semáforos, azotados por el  inclemente sol.

Esa realidad de miseria, de dolor, de dramas que no registran los medios de prensa, radio y televisión, es la que alimenta nuestra lucha sindical y le da sentido a lo que hacemos. Por ellos, por los que no tienen voz porque sus gritos los ahogan los pocos que tienen mucho. Los compatriotas nuestros que, desempleados y todo, sueñan con darles estudio a sus hijos, tener una casita propia, conseguir un trabajo estable, y, con el paso de los años, poder jubilarse e irse con otros amigos a la Plaza de Caycedo a tomar tinto, a arreglar el país en sus discusiones bizantinas, y ver pasar a muchachas en minifalda mientras les dicen viejos piropos que no despiertan sino risa. Esos colombianos que sufren, que están desempleados, toreros empíricos que dicen ole, cuando los atropella la miseria.

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