Actualidad, TOP

Libros: CRISTIANISMO Y DERECHOS FUNDAMENTALES

Es vital hacer memoria de los llamados fervientes en defensa de los derechos humanos.

 

«Para desterrar de los corazones de los colombianos la guerra y la violencia».

 

 

Gerney Ríos González

 

Existe en la historia de los pueblos y ha ejercido un ascendiente dinámico y profundo en la orientación del comportamiento social; es la Religión Católica, no como creencia, sino en la promulgación de normas morales y sistema de convivencia justa.

Otras que han influido espiritualmente en vastos conglomerados humanos, en especial los asiáticos a partir de las culturas históricas, merecen estudiarse desde el  punto de vista de su eficacia en las transformaciones sociales. Pero es dudoso que alguna de ellas pueda señalar una más profunda huella y tan depurada intención redentora como las ofrecidas por el Cristianismo en lo social y defensa de la dignidad. Por ello mismo, ocupa en la reseña de los grandes acontecimientos de la Humanidad un sitio eminente, reconocido por pensadores ilustres, aunque prescindan del origen divino de su enseñanza.

El mensaje de Cristo no tiene la apariencia extrema de un sistema político como nos hemos acostumbrado a mirar en las escuelas clásicas, donde existe riqueza y profundidad de contenido que por sí mismo, bastó para inspirar a pueblos y gobiernos.

Invitación hecha a los hombres para levantar el corazón y la mente hacia la convivencia y el amor a Dios, razón última y suprema de la existencia humana, doctrina eminentemente moral; al mismo tiempo, una teoría del hombre, ser esencial, su origen, miseria, dignidad y destino.

Es vital hacer memoria de los llamados fervientes en defensa de los derechos humanos que en sus intervenciones planteó el Cardenal colombiano Rubén Salazar Gómez. La voz del pastor, escuchada por las partes en conflicto llegó a los corazones de los colombianos y trascendió el ámbito mundial, moviendo instituciones interesadas en la paz. Su verbo abrió caminos de esperanza para el final del enfrentamiento armado.

En la «Jornada de Oración por la Paz y la Reconciliación» celebrada en Bogotá, el purpurado hizo referencia a la Basílica del Voto Nacional y la destacó como testigo elocuente de la paz, unidad y apertura de los corazones al diálogo, considerándola símbolo que exclamaba una consigna de «no a la guerra». «Sin embargo la guerra volvió, -palabras del Cardenal Salazar– y sigue siendo como un ave rapaz que se lanza contra la Patria inerte, se hunde en nuestros campos y ciudades». «Por ello volvemos al Voto Nacional para proclamar nuestra vocación por la paz, nuestro propósito de paz, nuestro compromiso de construir la paz».

El prelado hizo una exégesis de San Pedro Claver. Lo calificó defensor de los derechos humanos. Y proclamó que «la auténtica paz no se puede construir sin los sólidos fundamentos de los derechos humanos».

La voz del pastor, apoyada en el legado de Cristo, es perdurable en la conciencia: «oro por los derechos humanos para que lleguemos a abrir espacios que complementen los deberes, lo cual es tarea de todos, porque el motivo de demostrar la paz, de ser conscientes de que la paz es tarea del hombre, es el efecto que se da como un don de Dios quien ofrece a Jesucristo, su Hijo, como víctima ante la injusticia, para destruir definitivamente el odio y la iniquidad”.

El Cardenal Rubén Salazar, abanderado del espíritu de perdón, reconciliación, solidaridad, justicia y paz, «para desterrar de los corazones de los colombianos la guerra y la violencia».

El Cristianismo afronta con denuedo el estigma del sufrimiento, no para eliminarlo sino, trasuntarlo en fuente de gracia y expiación. Cristo da el más noble ejemplo sometiéndose a tremendas torturas, desprecios y vejaciones, y aceptando heroicamente hasta la misma muerte afrentosa, no  porque humanamente no sintiese el deseo de evitar o atenuar el tormento, sino porque era preciso dejar a los hombres la consigna que el sufrimiento es ofrenda contribuyente a la liberación, lo precedente en lo religioso. Sociológicamente el Cristianismo defiende la dignidad humana, rechaza la desigualdad y enaltece la justicia. En la antigüedad, se opuso al esclavismo y la discriminación.

El Nuevo Testamento recoge y acrisola la tradición ética del Antiguo e imprime a las Escrituras el sello de la consumación mesiánica. El Decálogo se hace cuerpo viviente en la práctica de la vida cotidiana de los primeros cristianos. Elogia la justicia, defiende la propiedad, pide respetar los bienes ajenos. Lo predicado es un severo acomodamiento del comportamiento individual humano a normas morales conducentes a la convivencia.

Dentro de este propósito no basta la actitud vigilante sobre las pasiones malsanas, ni el duro constreñimiento de los instintos. Es el aspecto negativo. Paralelamente se abre el panorama de las nobles afirmaciones, la acción fecunda y generosa en servicio de los demás. Porque éste, después del amor a Dios, es el primordial mandamiento: «amar al  prójimo como a sí mismo». Y allí está el taxativo enunciado de las Obras de Misericordia que constituye el memorándum de lo que el cristiano debe hacer en ayuda de los necesitados en el orden espiritual y material. Si se ama al prójimo, sobran tribunales y derechos humanos. «No hagas a otro, lo que no quieres contra ti».

En realidad Jesucristo, «no es el fundador de una escuela filosófica sino de una teoría de convivencia. Trayendo al mundo verdades desconocidas, superiores a los alcances de la razón; la religión cristiana ha confirmado  y depurado las grandes verdades políticas», dice la jurista María del Pilar Serrano Buendíal.

CRISTO CONTRA LAS DESIGUALDADES 

La profundidad del cambio social que produce la «buena nueva» del mensaje cristiano solo se aprecia recordando las condiciones del momento histórico en que aparece. Nada más significativo en cuanto al cuadro que circundó inmediatamente la predicación de Jesús, que lo relatado por los evangelistas acerca del desconcierto ideológico, desvío moral, fariseísmo dominante y la volubilidad de las actitudes del pueblo frente al suceso doctrinal.

El filósofo alemán Jorge Guillermo Federico Hegel, identifica la naturaleza y el espíritu con un principio único, la idea desarrollada con el proceso de tesis, antítesis y síntesis,    consecuente con su interpretación dialéctica de la historia y dentro del juego de las oposiciones de conceptos, presenta una propuesta hasta cierto punto propiciadora del advenimiento de la nueva fe, el hecho del mismo relajamiento en el Imperio Ro­mano: «El mundo romano, tal como ha sido descrito, en su desorientación y en el dolor de estar abandonado por Dios, trajo la ruptura con la realidad y el común anhelo de una satis­facción, que solo puede alcanzarse interiormente en el espíritu; y así preparó el terreno a un mundo espiritual superior. Fue el destino el que aplastó a los dioses y la vida serena y alegre, dedi­cada a su servicio; fue el poder el que purificó el espíritu huma­no de toda particularidad. Su estado todo semeja, pues, el mo­mento del parto; su dolor semeja los dolores del parto de otro espíritu superior que se reveló con la religión cristiana» (Historia, Hegel).

En un mundo hondamente penetrado en su organización social por el concepto de la desigualdad natural de los hombres y cuya grandeza material se había edificado sobre el trabajo esclavo, la propagación de una doctrina de igualdad y libertad humanas tenía que recibirse con el más arisco recelo. En verdad, el cristianismo llevaba involucrada en la esencia de su doctrina un poderoso germen revolucionario: la proclamación de la igualdad de los hombres ante Dios y atacaba por su base la discrimina­ción clasista.

La afirmación de la dignidad de la persona huma­na constituía un desafío a una sociedad regida por la oligarquía del patriciado. «El cristianismo, –nos dice Berdiaeff-, fue el pri­mero en proclamar la libertad de conciencia. En la antigua civi­lización de Grecia y Roma, la religión está íntimamente vincu­lada con la ciudadanía; el hombre dependía, en esta materia, integralmente del Estado; no gozaba de ninguna libertad espiri­tual. En las antiguas monarquías de Oriente era esclavo. Solo el cristianismo afirmó por primera vez su independencia, le colocó ante Dios, repudió el juicio del Estado y de la sociedad y le puso en relación directa con su Creador. Negándose a adorar al César, los mártires cristianos conquistaron espiritualmente la libertad de conciencia»(Cristianismo. Fondo Cult. México). 

Libro sobre el tema de la religión católica de Gerney Ríos 

ESCLAVOS Y PIRÁMIDES 

El cambio social provocado por el cristianismo se realiza en realidad, entre los dos términos encarnados, uno en el régimen esclavista y otro en la liberación humana. Lo que había que remover eran las bases profundas de todas las antiguas civilizaciones históricas; es decir, su estructura integral. La argamasa con que se edificaron sus más ilustres y gigantescos monumentos había sido fundida con sangre de trabajo esclavo: las rocas de la Muralla China, los cimientos de los palacios de Khorsabad en Asiria y de Marduk en Babilonia, las pirámides de Egipto y hasta los cálidos mármoles del Partenón en Atenas; todo llevaba el sello de aquélla discriminación inhumana.

El sistema de castas imperaba  corno institución  social por nadie repudiada. Esa era la norma establecida y legalizada por el derecho positivo. Sobre ella se apoyaba el engranaje estatal, se cimentaba la economía colectiva y mantenía la prepotencia de los imperios. La casta fue una frontera social más infranqueable que la misma consideración étnica. En la India estos grupos cerrados humillaban y violaban los derechos humanos.

De acuerdo a la humanista María del Pilar Serrano, de tiempo en tiempo osadas voces de rebelión o admoniciones morales se dejaron escuchar en diversas comar­cas del revuelto mundo pagano. Mas, ni las leyes del Código de Manú, ni las prescripciones de Solón, ni las encendidas proclamas de los Gracos, nada de ello constituyeron base sólida para la liberación de los fueros que la dignidad humana exigía. Únicamente la Iglesia luchó siempre.

El mundo continuaba hundido en la más tremenda de las iniquidades. Platón, Aristóteles y Cicerón, hombres de saber profundo, justificaban la esclavitud y sabían fallar aparentes argumentos para sustentarla.

Las formas inhumanamente discriminatorias de la cultura oriental habían transmigrado a la civilización de Occidente. Derrumbados los antiguos poderíos asiáticos ante el empuje macedónico, atomizado luego el mismo imperio de Filippo y Alejandro, Roma hallaba el terreno despejado para la expansión de su férreo imperialismo.

A medida que se ensanchaban los límites del Imperio, se intensificaba el interno envilecimiento. Cuando la autoridad se sustenta sobre la razón de la fuerza y la fuerza deja de ser escudo del derecho, el poder, a su vez, deja de ser respetable y su estabilidad queda al arbitrio y azar de las ambiciones pretorianas,- sostiene el académico Horacio Gómez Aristizábal.

«La ruina de la civilización antigua, –dice Guglielmo Ferrero-, es el efecto de una decadencia lenta debido a causas interiores y a un terrible accidente que, destruyendo en forma violenta la clave del arco de todo el orden legal, arroja esta civilización ya  debilitada por su masa y su disolución interior en las convulsiones del despotismo revolucionario». (Civilizaciones. Fondo Cult. México).

El Cristianismo fue restaurando muy lentamente el sentimiento perdido de la vida común y enseñó a los hombres a agruparse en torno a la idea de la justicia. La estructura social y económica del Imperio Romano estaba en ruinas. Su civilización había sido de riqueza y poder político sostenida por la limitación y la esclavitud de la gran masa humana. Llegó a ofrecer un espectáculo de esplen­dor externo y lujo refinado; debajo de estas apariencias, estaban la crueldad, estupidez y estancamiento. Tenía que rom­per y desaparecer para ser reemplazada por algo distinto.

La transformación cristiana debía recorrer un largo camino en su lucha contra las fuerzas de resistencia del orden que aspiraba sustituir. A lo largo de la trayectoria secular de tal proceso, se observan tramos abruptos en que la lucha se torna excepcionalmente áspera y cruenta, trayectos en que el cam­bio se opera lentamente sin mayores infructuosidades y aún jor­nadas bélicas en las que se ve comprometida la misma esencia pacífica de la doctrina. 

Cristo constituye una transformación profunda puesto que desplaza los cimientos de una serie de instituciones, costumbres, sistemas políticos y mitológicos y los reemplaza por una nueva concepción de la sociedad, del hombre, de la vida, de la conducta, de las relaciones entre gobernantes y gobernados y, además, da un vuelco a la estratificación social al combatir el sistema esclavista, sustituido por el ideal de la confraternidad y la comunidad universal de los hombres. Crea un nuevo orden de justicia social, da dignidad a la pobreza, estigmatiza la ambición plutocrática, combate el cesarismo y la tiranía, liberta a los hombres de la servidumbre y coloca los cimientos de la auténtica democracia.

La transformación  trascendente  de los  princi­pios en que se basa y el orden nuevo instaurado tienen vigen­cia universal pues aspiran a beneficiar a todas las naciones. El Cristianismo,  además, por razón de ser  una religión sobrenatural, tiene carácter de intemporalidad; pero su doctrina tanto filosófica como social viene proyec­tándose a través de los siglos y aspira a tener vigencia perpetua.