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Relato: LA MIRADA CENTELLANTE DE CACHIRULO

Fausto me salva de la ojeada centellante

 

 

 

Lázaro David Najarro Pujol

ilustración René de la Torre/ Fotos autor

A las cuatro de la madrugada escucho el sonido del motor del barco. Minutos después me llega al camarote el olor al aromático café que prepara Fausto, el cocinero. Escucho a Benito que le indica al Galleguito:

– Despierta al estudiante; zarparemos al amanecer.

–Déjalo, déjalo que descanse un poco más: el muchacho se pasó toda la noche sin dormir.

–Benito, a mí me parece que el estudiante está enfermo.

Cuando Benito está decidido a bajar al camarote Fausto lo retiene.

–No, Benito, al estudiante le pasa otra cosa. Está enamorado.

–¡Caramba! ¡Ahora con esto! No vamos a esperar que salga el sol. Vamos a zarpar hacia zona de pesca.

Pienso en la muchacha del espigón. «¡Que cosa más grande! Esta salida imprevista me ha roto todo el plan. Benito, sin saberlo me ha jodido. Es como si me sumergiera en un mar helado, como si el mundo se detuviera y dejara de dar vueltas alrededor del sol».

Quedo enmudecido en el camarote. Un gran silencio me rodea. Me embarga una sensación extraña. Prendo un bombillo, busco la libreta. Escribo varias notas. Ninguna me satisface. Benito me apura con la mirada y los gestos.

«Amiga mía: Tuvimos que zarpar urgente. Estaremos dos semanas en alta mar. El operador de la radiofonía sabe cómo localizarme en Cayo Largo. Pronto nos veremos. Un beso: El estudiante de marinería».

–¿Problemas del corazón, no?

–¿Usted conoce al sereno de la cooperativa, Benito?

–Es una persona seria. Le puedes entregar la nota. Ya había hablado con él. Mira, ya está aquí.

Le entrego la nota al guardia. Le explico cómo podía localizarla. Me asegura que el mensaje llegaría a su destino.

–La he visto muchas veces mas no recuerdo su nombre.

–Por favor, no olvide entregar esa nota. Es muy importante para mí. Y muchas gracias por adelantado.

«Bueno, ¿y ahora qué?».

Vuelvo al camarote. Quedo exhausto. No puedo precisar el tiempo. La máquina del barco bonitero 79 ronronea y la proa rompe las olas apacibles levantadas por el suave viento del saliente. Escucho, desde el camarote, la conversación de Antonio Torres Debesa,  (Cachirulo), con el Galleguito.

–Parece que Benito quiere cumplir el programa de pesca con suficiente antelación. Pensé que nos quedaríamos unos días más en Nueva Gerona.

–Sí, yo también lo creía…, pero Benito quiere aprovechar el buen tiempo. Ahora se está manifestando el bonito.

–Por suerte, el motor recibió mantenimiento antes de salir de Cayo Largo.

–Mejor que sea así.

Me levanto de un sueño amputado por las voces de los dos hombres. Prendo el bombillo que está encima del timón cuya luz se reflejaba en el rostro de Cachirulo Debeza. La iluminación es intensa. Lo ausculto con la mirada. Reflexiono: « Qué hombre tan raro. Se ve tan solo. Su imagen transmite ese aspecto de una persona con la soledad aferrada al cuerpo, silenciosa. Tiene los ojos idos, sin profundidad; gesto duro, piel surcada, áspera e incendiada por el sol del mar».

Las manos de Cachirulo están también como azadas, moldeadas por el roce de la vara de pescar. Los dedos torpes, los pies habituados a la cubierta de húmedas maderas, más que a los zapatos que usa sólo para ir al poblado. « Parece que vive en el bonitero 79. ¡Lo que me faltaba! Cachirulo me sorprende mirándole».

Me sorprende con esos ojos marrones y fríos, que a veces esconde bajo su gorra de marinero que una vez fue de color blanco. Está desgarrada por el tiempo y el salitre. Fausto me salva de aquella ojeada centellante.

–Ya está. Creo que es hora de tomar café.

–¡Claro!

Pero Cachirulo no me quita la mirada seca y sarcástica de encima. He podido apreciar que ríe poco.

– Aprovecha, Cachirulo, que el café está bueno de verdad. Ayer me lo regalaron en la cooperativa. Sírvase, sírvase.

Se sirve en un jarro de aluminio que quema la mano de cualquiera, menos la de él. Se lleva el recipiente a la boca. Saborea el café humeante que crea una niebla entre su cara y el jarro. Cachirulo se mantiene mirándome amenazadoramente hasta que me pierdo de su vista como cordero que evade el sacrificio.

La proa rompe las aguas apacibles