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Archipiélago de los Canarreos: EL GRUMETE Y LOS TIBURONES

Lo primero es la manjúa

 

Lázaro David Najarro Pujol/

Ilustración Rene de la Torre

Salimos del rio Las Casas, en Nueva Gerona, Isla de Pinos. Entramos al archipiélago de los Canarreos. El mar está picado. Las olas sobrepasan la cubierta y las aguas salen por los imbornales. La operación de los pescadores boniteros es precisa, segura y rápida a pesar de las violentas sacudidas de la embarcación. Sostienen con destreza sus respectivas varas de caña brava de unos 5 metros de longitud.

–Esa es la cosa, muchachos. La cubierta está repleta de bonito –se entusiasma el patrón.

–¡Y como comen estos bichos! –digo.

Sin embargo, Benito quiere aprovechar que el pez pica.

–¡Échale, David! ¡Échele! No te detengas que se nos van.

–Mira, David por la popa del barco nos acompaña una mancha de tiburones. Caramba se están comiendo los bonitos que vienen en los anzuelos.

Ahora soy el engoador. Cuando me pego a la banda a echar la manjúa tengo casi todo el cuerpo fuera de la cubierta. No han pasado ni  24 horas de estar Quedo en el aire. Un bandazo del barco me hace perder el equilibrio.

–¡Benito, Benito, coño, el estudiante se cayó al mar!

El Galleguito está tan asustado como yo.

–¡Alabado sea Dios! –se lamenta el patrón.

Los temores dominan al viejo pescador, mientras yo lucho por agarrarme del puntal de la caseta, desafortunadamente no lo logro. «¡Carajo! Me he golpeado fuertemente el fémur izquierdo. Lo que me faltaba: las astillas de la madera me han rasgado el muslo. ¡Tengo una herida! La sangre atraerá a los tiburones».

El agua se torna roja. Estoy en el mar violento. Me agarro del neumático que se utiliza de defensa y luego me aferro al puntal.

–¡No te sueltes, muchacho! A unos metros de ti tienes tres tiburones.

No tengo casi fuerzas para subir a cubierta. Pierdo el sentido de lo que está ocurriendo. Cierro los ojos y cuando los abro, veo los tiburones cerca de mí. El miedo me paraliza. De golpe me llega a la memoria la imagen de aquella joven de ojos verdes-castaños con la que tenía un encuentro pendiente. Siento miedo de morir antes de conocer la felicidad. «¡Miedo! Tengo miedo. Ahora sí estoy entre la vida y la muerte. ¿Me habré convertido en carnada para tiburones?» Puedo morir en un abrir y cerrar de ojos. Siento que me ronda la muerte.

–¡Muchacho! ¡Agárrate bien! ¡No te sueltes pa’ nada!

El duelo comienza. El patrón, muy pálido aún, tira la vara, corta varios bonitos que lanza al mar. Coge un arpón y golpea a uno de los acuáticos que se hace fuerte.

–¡Vamos a ver si te resiste ahora carajo!

El viejo pescador le clava una y otra vez el pincho al tiburón. El inmenso animal desiste de su principal presa e inmediatamente se une a los otros dos tiburones que se precipitan sobre los trozos de bonitos.

–Rápido, Cachirulo. Agarra al muchacho antes de que se lo coman vivo. Ayúdalo usted Fausto. Hálenlo por los brazos.

–¡Dame la mano muchacho, dame la mano!

Los nervios me atenazan al ver nuevamente la sombra de un tiburón. Reacciono y, con los ojos apretados para no ver la mandíbula del tiburón cuando rasgue mis piernas, extiendo una mano.

–¡Ayúdame a subirlo, Fausto, que ya lo tengo! Así es.

–Vamos, ya lo tenemos.

Me ayudan a subir. Todo ocurre en unos segundos. Benito me echa una frazada por los hombros y me abraza. Me limpia la herida y cubre con una venda.

–¡Carajo, muchacho! qué susto nos hiciste pasar. Pero todo está bien, ¿verdad?

–¡Estoy vivo!

–¡Bien, muchacho bien!

–Estoy vivo, porque el Galleguito vio cuando me caí al agua y todo el movimiento de los tiburones –digo nervioso.

–Pensé que te devorarían. Es un milagro que estés vivo. Les vimos muy cerca, a un metro de ti. Me asustó la manera de moverse el pez, el que Benito arponeó. Nadaba muy rápido y andaba asustado. Incluso dio tres vueltas. Fue cuando Benito le lanzó los trozos de bonito. Por suerte, solo fue un susto.

No puedo precisar si temblé de frío o de miedo. Ese atardecer estuve a punto de perder mi vida, aunque sólo contara con 14 años. Es mi primera aproximación a la muerte, a una muerte temprana.

–Hoy no es tú día de morir, muchacho. Te has librado de una muerte perra. ¡Dímelo a mí que casi me come uno!

El viejo pescador muestra la mordida de tiburón con orgullo, casi como un trofeo de batallas pasadas.

Salimos del rio Las Casas, en Nueva Gerona. Foto Lazaro D. Najarro