El porce
Hoy no se levantó a arreglar las jaulas de sus pájaros. Era una costumbre que había adquirido desde niño y le permitió tener disculpas para implantar una metodología de enfrentar la vida.
En la vejez se volvió una tabla de salvación para mantenerse rítmicamente ocupado. Así había sido también con sus perros y sus gatos. Siempre fueron varios y todos tenían que adaptarse a su horario de supervivencia.
Hasta que se fueron muriendo antes que él y no los volvió a reemplazar. Entonces dijo a quien le preguntó por qué no recibía un cachorro de regalo :«No quiero dejar huérfanos».
Los pájaros fueron entonces su refugio matutino. Los libros su herramienta diaria y eterna para saber más y pasar el día hasta que los marginó a un horario igual que al de la atención a sus animales.
Había descubierto las redes y la sapiencia múltiple de ellas. De la noche a la mañana terminó convertido en un abuelo digital, él, quien nunca tuvo nietos y amasó los recuerdos con lágrimas no con afectos.
Esta mañana, cuando le fueron a llevar la cucharada de aceite de oliva y el zumo de limón con que ha venido espantando los males hepáticos y así contrarrestar la prohibición médica de sus caldos espumosos, estaba sentado en la reclinomatica desde donde ha visto pasar el vertiginoso mundo que le regala en imágenes del televisor la magia del internet. No lo tenía encendido .Estaba mudo mirando la pantalla apagada, poniendo esa cara de picardía que nunca ha podido ocultar cuando ha hecho alguna de sus jugadas inteligentes.
Se sirvió la cuchara directamente desde la botella y sorbió con un pitillo el jugo del limón al que le achaca haber llegado a su edad.
No le tembló el pulso. Fue tan firme como el vozarrón que siempre ha tenido para mandar y que solo le falló el día que enterró a su gran danés.
Antes de que alguien le preguntara qué le pasaba fue categórico: llevo más de una semana soñando con mi infancia. Estoy deshaciendo mis pasos.